La profesión de abogado, como otras tantas, tiene sus especialidades. Con seguridad encontrará su nicho. Están quienes defienden a funcionarios, otros a empresarios, están los que representan a trabajadores, y así se puede seguir enumerando. Pero el pobre, el humilde, suele caer en la defensa pública. El sistema se lo garantiza, como también le garantiza penurias y desgracias.
Hay abogados particulares para todos, menos para quienes no puedan pagarlos. La única excepción es que la abogacía no sea asimilada como tal o se la ejerza como un instrumento social. Así lo entiende José Iparraguirre, un hombre del derecho que no se asemeja en nada a lo que nos muestra la comunidad judicial a diario.
Iparraguirre es una marca que no quedará registrada en el libro Guinness de los récords, precisamente porque ese reconocimiento es para quienes se destacan en sucesos de “interés masivo” o cuando los actores de la trama sean personalidades públicas.
Iparraguirre, junto a un grupo de abogados, recorre cárceles y lugares de detención en Entre Ríos en el marco de un monitoreo que hace el Comité Nacional para la Prevención de la Tortura, luego de que el organismo que replicaría esa función en la provincia quedara en el limbo producto de la negativa del Gobierno para asignarle siete cargos. El proyecto de investigación tiene su anclaje en la Asociación de Madres de Plaza de Mayo de Gualeguaychú, por tratarse de una entidad con personería jurídica. Hubo capacitaciones previas para llevar adelante el relevamiento y las inspecciones que luego se volcarán en un informe. En eso se le va también el tiempo al abogado paranaense de 57 años.
Iparraguirre cursó toda la secundaría durante la última dictadura cívico-militar; lo hizo en la Escuela Normal de Paraná. En su familia no había un hecho que lo acercara a lo que sucedió en aquellos años y eso, de alguna manera, le impidió tener de joven una mirada profunda sobre lo que pasaba. Recuerda al profesor y abogado Luis Campos como el único que les habló en el aula sobre la Constitución y dejó algunos elementos para intuir lo que sucedía en esos años oscuros.
Al terrorismo de Estado, que lo atravesará de por vida, empieza a abordarlo en la primavera alfonsinista, cuando se integra a la Comisión de Solidaridad con Nicaragua, país que estaba llevando adelante un proceso revolucionario desde la década de 1970. Esa organización apoyaba la revolución sandinista y colaboraba organizando espectáculos para juntar alimentos y medicamentos que eran enviados al país centroamericano. También se exportaban brigadistas a la cosecha del café, como fue el caso de la militante paranaense Cristina Ponce y otros.
No había llegado aún el momento de partidizarse, pese a que su familia estaba vinculada al radicalismo. Sin embargo, la movilización por lo que sucedía en Nicaragua y las músicas de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y León Gieco le inyectarían política a Iparraguirre. Enseguida se sumó a la Liga Argentina por los Derechos del Hombre, rebautizada ahora como Liga Argentina por los Derechos Humanos.
El instrumento
Antes de ingresar a la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional del Litoral (UNL) iba a tener que superar dos años de conscripción en el Hospital Militar de Paraná, un lugar al que regresó después hurgando por el robo de bebés y los delitos de lesa humanidad cometidos durante la dictadura, a los que les dedicó su vida aun en tiempos en que a las principales fuerzas políticas les costaba hablar de esas cosas. “El derecho es para mí un instrumento de lucha, no es otra cosa”, va a decir, y no es una definición que haya ido contorneando con el tiempo. Todo lo contrario. Quienes lo conocen se la han escuchado desde el día uno en que ingresó a la universidad.
Franja Morada lo arrimó a lo más cercano a una plataforma partidaria. Quizás porque su hermano Carlos militaba en la UCR. Recuerda que en ese tiempo los radicales miraban con atención algunos aspectos del maoísmo y la consigna de cabecera era “liberación o dependencia”. Como estudiante gestionó, junto a otros compañeros, la creación de una especie de área de extensión del centro de estudiantes de la facultad que iba a asentarse en la Biblioteca Popular del Paraná para que todo ese estudiantado local que cursaba la carrera en la otra orilla tuviera un lugar adonde recurrir ante cualquier reclamo, por caso, el servicio de transporte.
Los derechos humanos fueron el puente que llevó a Iparraguirre a definirse como un militante de izquierda. En ese entonces, nombres como los de Federico Soñez, Carlos Migliavacca y Perla Strada eran la referencia. Aún con los libros de Derecho bajo el brazo, en 1985, decide “proletarizarse”, una acción política y social que tuvo su auge en la década de 1970, con basamento en el marxismo, que consistía en autoemplearse en una fábrica. Iparraguirre lo hizo en Coceramic, donde desarrolló los trabajos más duros durante dos años. Luego fue expulsado “por peligroso” cuando quiso sindicalizar a los demás trabajadores y pretendió hacer del emporio de la familia Mutio una empresa mixta con el Estado, ante la abultada deuda por impuestos que tenía la firma. Los dueños hicieron lo imposible y la idea quedó trunca.
Por esos tiempos había empezado a trabajar desde la Liga Argentina por los Derechos Humanos en una villa en el barrio Humito, en calle España al final, que luego se llamaría Villa María. Con un grupo de militantes que integraban hasta médicos hicieron trabajos con la gente que vivía en torno a la basura. Todo ese desarrollo territorial seguía la línea del teólogo y militante social Rubén Dri, al que acudían para su formación. Lo hizo durante muchos años e intensamente hasta que un hecho político e histórico quebró ese proceso: el copamiento del cuartel de La Tablada. Entre Ríos no iba a estar ajena a aquel levantamiento. En Paraná hubo una persecución policial que produjo una diáspora, al punto que militantes del Movimiento Todos por la Patria (MTP) debieron guardarse, cambiar sus domicilios y hasta hacer desaparecer material de lectura. Días antes de aquel episodio había estado en la ciudad, por invitación de la izquierda, el cura Antonio Puigjané, uno de los que se alzó en armas el 23 de enero de 1989. “Ahí comenzó como una especie de desintegración. Se metió mucho miedo”, recuerda.
Ese año fue candidato por primera vez. Se postuló a concejal en una lista que encabezaba Adolfo Blejer como aspirante a la Intendencia de Paraná por el Frente Pueblo Unido. A partir de allí, sería un permanente candidato de la izquierda.
Antes de integrar las filas del Partido Comunista (PC) juntó avales para fundar en la provincia el Movimiento Socialista de los Trabajadores (MST), de matriz troskista. La escudería más competitiva en la que se apoyó en una elección fue cuando el PC integró la Concertación Entrerriana, que llevó como candidato a gobernador a Emilio Martínez Garbino. Esa coalición intentó expandir en toda la provincia una tercera alternativa al bipartidismo, con un fuerte anclaje en Gualeguaychú con el partido Nuevo Espacio, fundado por peronistas críticos de los gobiernos de Jorge Busti.
El desarrollo político de Iparraguirre transcurrió durante todo el menemismo, expresión del neoliberalismo que lo iba a tener en la vereda de enfrente.
Con el título de abogado en la mano, la primera causa que tomó fue por las desapariciones forzadas de Héctor Gómez y Martín Basualdo, el 16 de junio 1994. Es el primer caso en el que la Liga Argentina por los Derechos Humanos decide poner en debate el poder punitivo del Estado en Entre Ríos. Un inspirador de eso fue el abogado León Toto Zimerman, quien hizo popular la expresión “gatillo fácil” para graficar la metodología que muchas veces aplican las policías. Para Iparraguirre fueron los primeros pasos en su eterna lucha contra la violencia institucional. También iba a sufrir el vacío de colegas que preferían no entrar en mundos desconocidos, lúgubres, peligrosos y de cero réditos económicos.
Además de las causas por los delitos de lesa humanidad, se convirtió al poco tiempo de andar por los tribunales, y tempranamente, en un referente para quienes ejercían la prostitución en la calle y para los homosexuales que padecían los abusos del artículo 40 de la Ley Número 3.815, que data de 1952, por el que rige el régimen de contravenciones y que además les permitía a los agentes de seguridad hacerse de una interesante caja. Ahí estaba la Liga. Ahí estaba Iparraguirre. Ahí estaba María Antonia Lobariñas, una persona que Iparraguirre va a tener presente todos los días a partir de una foto en la que también está Hebe de Bonafini y que exhibe en su biblioteca.
Una marca
La imagen de Iparraguirre quedó sellada en el imaginario de toda la comunidad carcelaria a partir del 11 de marzo de 2000, cuando un grupo de internos se amotinó en la Unidad Penal Número 1 de Paraná, en un clima de extrema tensión, con policías rodeando el edificio y dispuestos a todo. El juez de Ejecución de Penas, Miguel Retamoso, había perdido por completo el control de la situación y otro magistrado, Felipe Celli, que se acercó al lugar, fue golpeado cuando intentó ingresar. De los 180 internos –que superaban en 60 la capacidad del lugar–, 80 tomaron el pabellón central con una quema de colchones.
Iparraguirre llegó como militante de la Liga y se encontró con la escena. Diluviaba. El incidente había comenzado a las cinco de la tarde. Los internos habían asaltado la farmacia de la penitenciaría y consumido las anfetaminas que pudieron. Internas entre presos y agentes policiales desbocados dibujaban un contexto de violencia indescriptible. Antes de que se desatara una guerra campal, que parecía cantada, el abogado decidió entrar. Se encontró con presos que tenían un arsenal de armas blancas con las que se habían levantado a las autoridades por el desastre edilicio. Iparraguirre entendió que la única manera de detener una represión inminente era forzar una negociación, que finalmente se dio con el traslado de un grupo de internos a la unidad penal de Gualeguaychú, la cárcel de máxima seguridad que había sido levantada en 1891 y estaba en iguales o peores condiciones que la de Paraná. Para evitar cualquier desmadre, y por su integridad física, los internos solicitaron que Iparraguirre viajara con ellos como garante, pero al día siguiente, porque en la oscuridad de la noche nadie quería saber nada. Iparraguirre se subió al camión y los acompañó en un viaje interminable en el que a los internos comenzaron a hacerles efecto lo que habían consumido. Al llegar al penal la situación seguía siendo violenta, con empujones y golpes por parte de la Policía. Hay una escena que a Iparraguirre lo conmueve y le cuesta narrar apenas menciona el nombre de Juan Lencina, que tenía entonces 21 años y era hijo de Mirta Lencina, una mujer que iba a militar durante muchos años en la Liga. “Juan estaba en el piso, muriéndose, y los policías se reían. Yo me tiraba encima de Juan para tratar de reanimarlo, le decía a los canas que me ayudaran y los hijos de puta se reían y lo escupían. Ahí, en esas circunstancias, se muere Juan”, recuerda Iparraguirre entre lágrimas.
La desaparición de Fernanda Aguirre, el 25 de julio de 2004, también lo tuvo del lado de los débiles. Nunca se supo bien qué sucedió en toda aquella película. Los medios nacionales daban cuenta semanalmente de secuestros extorsivos, lo que convirtió a la desaparición de la adolescente de San Benito en un caso más del flagelo televisado. La política local jugó un rol inquietante y se desvivió por tener el manejo de toda la causa. Busti estuvo al frente de ese operativo para que nada se saliera de su panóptico. El principal sospechoso del secuestro, Miguel Ángel Lencina, que tenía salidas transitorias mientras cumplía una condena por el asesinato de dos mujeres, fue detenido días después del hecho. Pero el 6 de agosto, apareció misteriosamente ahorcado en la celda de la Comisaría Quinta, donde permanecía alojado. En todo momento se intentó orientar la investigación para que el martillo de la justicia recayera sobre Raúl Monzón, primo de Lencina, al que llenaron de pruebas envenenadas. Iparraguirre lo defendió hasta la etapa del juicio oral, en que lo hicieron Rubén Pagliotto e Iván Vernengo, y salió absuelto. Mirta Analía Cháves, viuda de Lencina, fue condenada a 17 años de cárcel como coautora material del secuestro y responsable de la extorsión a la familia Aguirre. Durante todo ese proceso Iparraguirre sufrió persecuciones que llegaron al punto que móviles de la Policía se le tiraban encima cuando lo veían en la calle. Las solidaridades escaseaban. Eran contadas con los dedos de una mano.
En el lugar de siempre
En el estudio de José Iparraguirre sigue tocando timbre gente que no pide los servicios de un abogado sino que suplica una mano.
Dos casos lo tienen obsesionado y trabajando a tiempo completo. Los dos están ligados a la violencia institucional, de la que poco se habla en los medios y nada se ocupan los partidos políticos. Uno de ellos se convirtió en una especie de leading case luego de que el Ministerio Público Fiscal desistiera de investigar y la jueza Elisa Zilli hiciera lugar a que la querella continuara en forma autónoma con la investigación sobre la muerte de Gabriel Gusmán, de 19 años, por un tiro en la espalda efectuado por un policía, el 25 de septiembre de 2018. El otro tiene como víctima a Jonathan Exequiel Framulari, un muchacho de 31 años que fue secuestrado de su casa por policías que lo trasladaron a un descampado donde lo golpearon salvajemente, lo colgaron de un árbol con una soga alrededor del cuello, hundieron su cabeza en una laguna y estuvieron a punto de empalarlo.
Iparraguirre interviene sin talonario de facturación, como lo hizo siempre. No es un abogado denunciante, pero sus defensas terminan siendo una denuncia a lo más oscuro del Estado, que es quien ostenta la capacidad punitiva. Histórico defensor de víctimas de delitos de lesa humanidad, los derechos humanos lo guiaron en la defensa de los pobres y las minorías.
Cita al jurista italiano Luigi Ferrajoli cuando describe las dificultades que existen para reformar las estructuras jurídicas, a las que señala por tener un “carácter clasista”. Al día de hoy, como desde la década de 1980, Iparraguirre visualiza cómo la Policía aplica retenes a través del régimen de contravenciones para evitar el ingreso de jóvenes pobres al centro de la ciudad. Entiende que “el derecho penal está para resolver conflictos sociales y preservar la paz, no para convertirse en una herramienta de eficacia instrumentada para sacar miles y miles de sentencias”.
Sobre su gremio, cree que se ha roto una convención ética según la cual abogados no defendían, por ejemplo, a represores si no eran, claro, devotos de esa ideología. “Algo cambió, no sé, quizás sea la plata”, se pregunta.
Su acercamiento al kirchnerismo volvió a tener a los derechos humanos como puente. Aún en el esplendor de esta fuerza política no estuvo en grupos de renombre o codeándose con personalidades.
A la política la vive en su trabajo. También en su casa; y la disemina a sus descendientes. Una de sus hijas preside el centro de estudiantes de la Escuela Del Centenario. Ahí también estuvo Iparraguirre cuando su hija Zoe lo puso al tanto de que una docente había propuesto a los alumnos material negacionista del terrorismo de Estado para trabajar el Día de la Memoria. Lo acompañaron otros padres, muchísimos menos de los que deberían haber puesto el grito en el cielo.
Iparraguirre camina muchas veces solo, pero sin lamentarse. Esa sensación, la de andar sin acompañamiento, se le debe haber depositado en la conciencia cuando esa siesta de marzo salió del penal de Gualeguaychú y no había un alma que lo esperara para devolverlo a Paraná. Caminó hasta la terminal y solicitó fiado un pasaje para regresar luego de aquella jornada dramática. Con el derecho, apenas como una herramienta, milita desde los contornos del sistema.