Por Federico Delgado
Cicatriz es un nombre que desafía a todos los que directa o indirectamente trabajamos en el dispositivo institucional envuelto en la palabra “justicia”. No voy a ingresar en la distinción entre el valor justicia en términos filosóficos y el sistema judicial de un Estado-nación. Quiero tan solo señalar algunos de los problemas de la administración de justicia de la República Argentina que contribuyeron a generar esta percepción social de una justicia injusta que atraviesa a grandes capas de nuestra sociedad. Por las características del trabajo, necesariamente, debo generalizar. Ello significa que hablaré de la justicia, en tanto institución, es decir, más allá de las personas que la integran. Hecha la salvedad, voy a empezar con la definición de la palabra cicatriz.
De acuerdo con el diccionario de la Real Academia Española, la palabra cicatriz tiene dos significados: señal que queda en los tejidos orgánicos después de curada una herida o llaga; e impresión que queda en el ánimo por algún sentimiento pasado. Me quedo con la segunda acepción. Por otro lado, según aquel cuerpo, cicatrizar significa completar la curación de las llagas o heridas, hasta que queden bien cerradas. La existencia genera cicatrices que permanecen siempre como huellas. Eso es un problema para organizar la vida comunitaria. La humanidad sedimentó en la modernidad una forma de cerrar políticamente esas heridas mediante el aparato judicial.
En efecto, el Estado-nación se apropió de algunos conflictos sociales que generan heridas. Los enumeró y clasificó en leyes penales, civiles, comerciales, laborales, etcétera. Organizó magistraturas para resolverlos conforme a leyes que, en el plano de los principios, expresan la voluntad de la mayoría. El Estado estableció reglas de juego que hacen posible la vida en común y, entre otras cosas, evitó desde el diseño institucional que quienes se perciban como víctimas hagan justicia por propia mano. El fin político de la justicia es pacificar las relaciones sociales. Sin embargo, en la segunda década del siglo XXI hay un consenso general en nuestro país acerca de que el sistema judicial funciona mal y, por lo tanto, que no cumple con eficacia la función de cicatrizar. Entre otros males, ello es fuente de violencia porque cada uno busca cerrar su cicatriz con sus medios. También es fuente de incerteza porque la percepción media es que la ley rige, pero no se cumple.
Hay indicadores muy claros sobre algunos de esos aspectos. A nivel federal, la administración de justicia es demasiado lenta, entonces fabrica olvido. Tomar contacto con los tribunales es una tarea ardua. La primera barrera es el lenguaje, que es refractario al diálogo entre la institución y los ciudadanos. La aplicación de la ley es desigual. Es verdad que todos los comportamientos tienen que ser juzgados por el Estado. No obstante, en el plano federal, las condenas abarcan delitos menores. Los delitos de “cuello blanco” (grandes defraudaciones, lavado de dinero, corrupción, evasión de impuestos) casi siempre logran evitar la aplicación de la ley. Las quiebras se prolongan por décadas. Muchos jubilados mueren esperando la sentencia judicial que repare las malas liquidaciones del Estado. En fin, la lista es muy amplia. Pero la conclusión es inequívoca: los ciudadanos descreen de la justicia. Irónicamente, el único capital simbólico de un juez es la credibilidad social de su palabra. Una justicia en la que no se cree se vuelve de facto ilegítima.
El tema de la legitimidad es clave. Sobre todo porque siempre pensamos en la legitimidad de acuerdo con la letra de la Constitución y trabajamos en esa clave; es decir, pensando como recomponer el lazo entre los tribunales y la sociedad para que los ciudadanos crean en las sentencias judiciales. Está muy bien pensar así. Aunque esa perspectiva tiene un límite. En efecto, reflexiona a partir de la infraestructura legal formalmente vigente. Esto es, mira la Constitución, sus leyes reglamentarias, pero deja afuera una variable no escrita en modo de ley, pero que tiene un peso muy importante en la percepción social de una justicia ilegítima. Se trata de la variable historia; en particular, el entramado de intereses que aglutinó el nacimiento del Estado nacional.
Pero quizá, y solo quizá, en ese esquema nos falta aquella dimensión de análisis. Me refiero a la variable de la historia. Creo que si agregamos esa dimensión, aunque agravamos el diagnóstico, tenemos sobre la mesa un menú más completo que ayuda a entender por qué la administración de justicia padece de una crónica crisis de legitimidad. Aunque el proceso se agudiza con el paso del tiempo, los problemas de credibilidad del apartado judicial nacieron hace mucho tiempo y, aunque es preciso realizar una investigación más profunda, es altamente probable que sus causas se expliquen a partir de analizar acuerdos del siglo XIX.
Aclaro que, dado el nivel de generalidad de estas líneas, voy a resumir casi heréticamente un proceso histórico demasiado complejo. Pero me alcanza con decir que nuestro Estado nacional se consolidó entre los años 1850 y 1900. Ello nos da una pista: estuvo envuelto en el ecosistema de temor que generaron en occidente la ola de revoluciones de 1848. A la par, nuestros padres fundadores tomaron como modelo, en materia de organización judicial, el paradigma norteamericano tremendamente refractario a la democracia. Ambos datos revelan que nuestro diseño institucional fue temeroso de las oleadas democráticas. Dicho sencillamente, el origen de nuestro sistema judicial es elitista e hijo del pacto liberal-conservador que consolidó la formación del Estado nacional.
Si, al menos como hipótesis de trabajo, ello fue efectivamente así, habría que pensar si, habida cuenta el “espíritu” que lo habita, nuestro cuerpo de magistrados no tiene como horizonte normativo servir a los intereses del pacto liberal-conservador que, por definición, se inscriben en una sedimentación aristocrática de la república que, lógicamente, deja fuera del cuerpo político a los sectores populares. Por ello un pequeño sector, muy poderoso, sostiene el aparato judicial y disfruta la forma en que se aplica la ley.
En aquel hipotético caso, podríamos conjeturar que la institución judicial sedimentó una concepción de la aplicación de la ley destinada a tutelar esos intereses. Ello explicaría muchos de los interrogantes precedentemente individualizados en los que está anclada la percepción de una justicia injusta pues, en el imaginario del diseño institucional expresamente estaba previsto proteger a la república de las mayorías. Este devenir también permite entender por qué las designaciones de los cargos más importantes, salvo algunas excepciones, están atravesadas por esos lazos de pertenencia que trazaron una homogeneidad ideológica de la justicia compatible con aquel pacto liberal-conservador y no tanto por una cuestión de origen, sino de ideología. A menudo se habla de la “familia judicial” por razones de parentesco, aunque la homogeneidad ideológica es el cemento que genera un habitus que define los contornos del campo judicial, es decir, lo que se puede hacer y lo que no se puede hacer.
Formalmente, cualquier ciudadano ingresa a los altos cargos de la magistratura, pero efectivamente lo hace cuando es portador de aquel imaginario. Cuidado. Ello no quiere decir que todo el mundo piense igual en la justicia. De hecho, hay, como en todo lugar social, una diversidad de visiones del mundo. Lo que es realmente relevante es que esas visiones del mundo se mantienen en la esfera personal, porque el sistema tiene una suerte de manual para interpretar la ley que es muy difícil de trascender y que se impone a las personas. Es usual dialogar con funcionarios judiciales que piensan de un modo distinto a como dictan sentencias o realizan dictámenes Y muchas veces magistrados que plasman distintos significados a las normas, son ferozmente disciplinados por sus superiores, los guardianes de la interpretación “correcta” de las leyes. ¿Por qué? Porque el sistema judicial tiene significaciones casi petrificadas de las leyes, que no son otra cosa que la expresión del pacto liberal-conservador que les dio origen.
De hecho, la incorporación de las masas a la arena política, que se dio en occidente durante la primera mitad del siglo XX, transformó una parte de la arquitectura institucional pero no tocó el núcleo básico del diseño. Las reformas sociales que en nuestro país, a título de proyecto, introdujo el socialismo en el parlamento y que implementó Juan Domingo Perón, no alcanzaron a la distribución del poder político. Es decir, los llamados derechos sociales se incorporaron a la parte poder dogmática pero no a la orgánica de la Constitución. Se generó así la paradoja de lo que se conoce en la doctrina constitucional como derechos operativos que rigen de inmediato y derechos programáticos que están vigentes, aunque no implementados en toda su magnitud. Parafraseando a Roberto Gargarella, es preciso trabajar en “la sala de máquinas” de la Constitución.
En estas condiciones, quizá la pregunta sobre la legitimidad hay que pensarla diferente. ¿Legitimidad para quién? ¿Para los que leen la declaración de derechos de la Constitución o para quienes se enfocan en su parte orgánica? La respuesta es claramente diferente. El espíritu del pacto liberal-conservador que llevó adelante la consolidación nacional concibió una legitimidad judicial limitada a tutelar esos intereses. Esto es, no solamente anclada en una interpretación de la ley compatible con ese modelo de organización política, sino también capaz de garantizar la impunidad de los integrantes de las facciones que, de un modo corporativo y anárquico, se disputan las instituciones públicas para subordinarlas a sus intereses. No puedo detenerme en el “corporativismo anárquico” que describió Guillermo O’Donnell. Alcanza, a los fines del texto, remarcar que el pacto liberal-conservador aglutinó intereses diversos y a veces contradictorios que no se dirimieron de acuerdo con las normas formalmente institucionalizas, sino mediante prácticas de todo tipo. En ese esquema, la impunidad es un insumo necesario, no para proteger a las personas en particular, sino para proteger el esquema de poder más general. Trabajé el punto en otro lugar.
Si esta hipótesis es más o menos plausible habría dos conclusiones provisorias: a)- el sistema judicial es hijo del pacto liberal-conservador de 1853-1860; y b)- su legitimidad se juega en la interpretación de las leyes compatibles con ese imaginario y en garantizar la impunidad de los comportamientos en base a los que las facciones se disputan las instituciones. En tal caso, a partir del origen elitista del sistema judicial, se podría sostener que la legitimidad de la administración de justicia es alta, pero para quienes componen ese estrato societal. Y una prueba de ello tiene que ver con que dichos estratos sociales son los que resisten los intentos de todos los gobiernos, desde la administración de Carlos Menem en adelante, por lo menos, de reformar sustancialmente la justicia. Entonces la respuesta a la pregunta acerca de la ilegitimidad de la justicia es más compleja, porque la percibe ilegítima la gran mayoría, pero el desempeño real de la magistratura es perfectamente compatible con su diseño original.
El problema de la legitimidad se ve así desplazado, ya que no es inclusivo de “toda la nación”, sino que se focalizó en un segmento. Ello cambia radicalmente cualquier estrategia de cambio. Básicamente porque deberíamos pensar más que en los nombres de los magistrados, en el diseño del dispositivo institucional. Para cumplir con el artículo 1 de la Constitución, que consagra la forma republicana de gobierno en su sedimentación democrática, es preciso salir del pacto liberal-conservador y crear mecanismos que estructuren el aparato judicial para proteger la libertad republicana, diferente a la liberal, porque se define como el conjunto de intervenciones institucionales para garantizar no solo que nadie interfiera en las decisiones de otro, sino que ese aspecto siquiera sea posible potencialmente, porque todo ciudadano debe obedecer solamente a la ley, que es la expresión colectiva del cuerpo político.
Ello quiere decir, palabras más, palabras menos, que el terreno sobre el que debe trabajar la república es el espíritu que portan los funcionarios. A lo mejor, una de las dimensiones a abordar tiene que ver con las designaciones, pero no solamente en términos técnicos, sino también en términos de pluralidad democrática. Para decirlo rápidamente, rediseñar la forma de reclutamiento para ensanchar en términos democráticos la estructura judicial y, en consecuencia, sedimentar nuevos sentidos en la interpretación de la ley compatibles con “toda la nación” y que trasciendan el medio ambiente cementado desde 1850. En otras palabras, habría que desarrollar mecanismos que enfaticen una lectura de la parte dogmática de la Constitución de acuerdo con los problemas reales que atraviesan a la administración de justicia.
Las condiciones de origen del sistema judicial así planteadas nos permiten asir con mayor facilidad el rol de la justicia en el proceso de expropiación de la infraestructura institucional por parte de las facciones que, anárquicamente, compiten para ello. Bajo esta perspectiva se explican muchos de los males que razonablemente sedimentan el malestar ciudadano con la justicia. No puedo desagregarlos. Pero me interesa pensar en el armado de causas.
Distingo el armado de causas de las sentencias arbitrarias, que son muchas. También de lo que se conoce como lawfare. Me interesa describir brevemente el fenómeno de las causas a medida porque son un insumo natural del espíritu que porta nuestro esquema de poder. Se remonta a la vieja práctica de nuestras fuerzas de seguridad de obtener la confesión del detenido mediante su “declaración espontánea” para incriminarlo. No puedo desarrollar el devenir de ese hábito. Su objetivo es casi siempre inventar un inocente y fabricar un culpable, o viceversa, de acuerdo con una “necesidad” del régimen de turno. Para hacerlo hacen falta algunos elementos. Los voy a enumerar, de lo general a lo particular, sintéticamente.
Para empezar, un esquema de funcionamiento del poder en el que aquella facción que conduce los roles de gobierno pueda subordinar las instituciones a sus fines. Ello supone, además, que los magistrados puedan aplicar la ley de manera discrecional y sin temor a la rendición de cuentas. La toma de las instituciones, la discrecionalidad para aplicar la ley de acuerdo con cualquier objetivo y la ausencia de rendición de cuentas borran las fronteras entre el Poder Ejecutivo, el Ministerio Público Fiscal y el Poder Judicial. Allí yace el germen de alianzas de facto que borran en la realidad material los repartos de funciones que contempla la Constitución.
En un plano más micro, hacen falta funcionarios judiciales dispuestos a cumplir su trabajo de acuerdo con esas reglas informales. Básicamente se trata de un modelo de funcionario. Lo llamo el juez o fiscal “rock star”, que es aquel que no busca justicia, sino otros fines. Así, frente a un culpable o inocente previamente concebido por la facción que ocupa los roles de gobierno o que representa el poder realmente existente, se utiliza el expediente para dar forma a esa idea inicial y la diseña e implementa un proceso judicial a medida de esa idea. Ello quiere decir que el expediente es formalmente legal, pero que aloja elementos ilegales, arbitrarios, inmorales o una combinación de todos ellos. Me refiero a testigos plantados, documentos falsos, selección sesgada de pruebas, etcétera.
Para las facciones que usan el Estado de acuerdo con sus fines, los beneficios son obvios. Para el cuerpo de magistrados, no tanto. Pero van desde las prebendas, los sobornos, los ascensos, la notoriedad pública, hasta la membresía que acredita ser parte del funcionamiento real del poder político en nuestro país. En otras palabras, el armado de causas es parte de la homogeneidad ideológica del sistema de la que hablaba antes.
A veces, el mecanismo cuenta con la participación del periodismo y a veces no. No se trata de un requisito ineludible. Pero cuando la prensa está presente, obviamente la visibilidad del fenómeno tiene otra intensidad y sus efectos sociales, políticos y simbólicos también son distintos. El rol de la prensa es mucho menos sofisticado de lo que se piensa. En general, se inicia con mensajes que se emiten en base a oportunos off the record desde los propios tribunales o sus inmediaciones. Así, crean un entorno que facilita la justificación de una decisión judicial que se anuncia mucho antes de que procesalmente se pueda dictar. No siempre el emisor del mensaje es parte de la jugada. A veces, los magistrados tienen en su poder valiosa información pública que usan de acuerdo con sus fines. Entonces, gotean aspectos puntuales de un hecho y, de alguna manera, usan al cronista y, en consecuencia, al medio que lo emplea, de acuerdo con sus estrategias particulares. No afirmo que no haya “operaciones de prensa”, sino que muchas veces el uso privado de la información del expediente permite que un magistrado marque la agenda de un medio. Durante ese tiempo, los efectos sobre las personas y sobre los hechos son casi irreparables.
Son informaciones no necesariamente reales, pero sí verosímiles, parciales, brumosas, razonablemente creíbles. Trazan los contornos de una noticia que, en algún momento, aparecerá con más fuerza y apoyada en el poder legitimador que tiene la palabra de un magistrado. En ese momento se une aquel rumor verosímil inicial con la decisión ya implementada. Es paradójico, pero aún en condiciones de credibilidad muy bajas, la palabra judicial tiene en esos casos una enorme capacidad de daño, porque cuando es utilizada en el marco del “armado de causas” su fuerza radica en el poder político que la reclama y que la sostiene, más la publicidad que la expande. El armado de causas, en definitiva, no es otra cosa que el uso del sistema judicial para fines privados.
La justicia, en estas condiciones, aparece envuelta en una contradicción. Concebida para cicatrizar las heridas derivadas de la contingencia de la vida en común, debido a la sedimentación de un singular ejercicio del poder político se transformó en un cuerpo que preserva dicho formato del poder. En medio de ese desplazamiento es que se puede sostener que la justicia se escapó de la Constitución, porque usa la ley para fines no queridos ni previstos por la Constitución formal, aunque sí queridos por el pacto que originó la nación. Esa labor requiere interpretar la ley de un modo capaz de reproducir esa organización política y de cumplir con algunas funciones –un tanto más brutales– que no dejan de ser parte del uso privado de la cosa pública. En ese contexto, el armado de causas es solamente un insumo. La sensación general de injusticia, ilegitimidad, lejanía y de impunidad que destilan muchas decisiones judiciales expresan el divorcio entre la promesa constitucional y la organización del poder realmente existente. Por ello, muchas veces, la justicia más que cicatrizar heridas, las provoca.
La caricatura del artista local Hugo Seri, ilustró el texto. Una vez salido aquel primer ejemplar de Cicatriz, el dibujo fue obsequiado a Federico Delgado.