Joe Lemonge antes no se llamaba así.
La etiqueta biológica indicaba que había nacido con los cromosomas, las hormonas y el sexo de una mujer, y la sociedad le exigía que para ser normal, para ser una buena persona, el deseo debía corresponderse con esa genitalidad: tenía concha y debía sentirse atraída eróticamente por un varón.
Pero la biología no es un destino y Joe empezó a batallar contra ello, a correrse de lo que la sociedad esperaba de su cuerpo, a deconstruir esa niña que le indicaba el mandato social que debía ser y atravesar otro proceso de construcción identitaria.
No fue fácil hacerlo en Santa Elena, un pueblo a orillas del río Paraná, a cien y tantos kilómetros de la capital provincial, que se construyó alrededor de un frigorífico que representó su esplendor y su caída.
Joe Lemonge nació cuando el frigorífico estaba en sus estertores, al borde del cierre definitivo al que le sobrevendría una debacle económica, desocupación casi total, pobreza extrema, depresión, suicidios y el resquebrajamiento definitivo del tejido social. Los que se sobrepusieron al golpe anímico se las rebuscaron como pudieron; muchos chicos no volvieron a ver a sus padres trabajar. En un pueblo chico, los ámbitos y espacios de los cuales formaba parte, que tampoco eran tantos, se caracterizaban por ser expulsivos y buscaban encuadrarlo bajo las reglas de un sistema héteronormativo. Así que transitó su deconstrucción en un ambiente hostil, víctima de burlas, hostigamiento, discriminación y amenazas constantes por su orientación sexual; escuchando que le gritaran “gorda trola”, “gorda tortillera”, “macho viejo”, “a la gente como vos hay que matarla, hay que hacerla desaparecer”, “ya va a llegar tu momento” cada vez que iba a un kiosco o cuando caminaba por el barrio. Lo soportó dando gritos que nadie quiso escuchar, denunciando malos tratos que nadie quiso atender y cultivando frustraciones.
Pudo haber muerto Joe Lemonge. Su nombre estuvo a punto de inscribirse entre aquellos que integran la lista de víctimas de crímenes de odio en el país y en Entre Ríos. Hubo noches en las que un grupo de varones a quienes conocía del barrio, de toda la vida, irrumpía en su casa, lo amenazaban, le decían que iban a prenderla fuego con el dentro e incluso llegaron a agredirlo y a su madre. La escalada de violencia de los meses anteriores tuvo su clímax el 13 de octubre de 2016, alrededor de las siete de la mañana, cuando dos de esos varones aparecieron en el frente de la casa a los gritos, alcoholizados, drogados, descontrolados, destilando las mismas amenazas que había escuchado cientos de veces. Uno ellos intentó ingresar, se produjo un forcejeo y Joe terminó con un corte en una mano. Por un instante pensó en la muerte. Pudo escapar, corrió hasta una pieza donde había trastos viejos y cosas en desuso, intentó agarrar un fierro para defenderse pero tomó un arma y disparó, a ciegas, hiriendo a su agresor en el cuello. En la comisaría, los policías se burlaron de él, como lo habían hecho otras veces, y no le tomaron la denuncia; en cambio, sí recibieron la de sus agresores.
Fue acusado, encarcelado seis días en un calabozo y otros treinta días en prisión preventiva domiciliaria; su padre murió cuando estaba bajo arresto y tuvo que ir al velorio esposado y con custodia policial; al mes le incendiaron la casa, en un hecho que nunca fue esclarecido; y dos años después fue condenado en un proceso signado por la discriminación, sin ningún tipo de acompañamiento terapéutico ni asistencia, dirigido por una jueza que en todo momento se dirigió a él por su nombre asignado al nacer y no por su identidad autopercibida, con la excusa de que no tenía actualizado el DNI; y que terminó imponiéndole una pena de cinco años y medio de prisión bajo el argumento de que el contexto en el que ocurrieron los hechos “más bien (se parece) el de un reclamo de provisión de estupefacientes”, es decir, que Joe Lemonge vendía drogas que nunca encontraron, que nadie había denunciado y de lo que la Policía no tenía ni noticias.
Recién en mayo de 2021, a cinco años de la noche en que pudo haber muerto, la Cámara de Casación Penal de Paraná revocó aquella condena oprobiosa, en un fallo en el que también denunció la “violencia ejercida para mantener los privilegios del colectivo mayoritario (…) que se ejerce para recordar al otro la condición de subordinación o inferioridad, para dar una lección sobre el lugar que se debe ocupar; violencia que busca erradicar las diferencias y se ejerce para liquidar lo que el otro representa, para hacerlo desaparecer”.
Cuadro de situación
La comunidad trans (travestis, transexuales, transgéneros) en Argentina vive en una especie de dicotomía: si bien las personas gozan de igualdad jurídica y de amplios derechos reconocidos por ley, existen innumerables trabas para el acceso efectivo y esa igualdad jurídica no se ha traducido en una igualdad real.
El colectivo LGBT+ agrupa a lesbianas, gays, bisexuales, transgénero, transexuales, travestis, que integran el acrónimo, y el símbolo + incorpora a personas intersexuales, que son aquellas que nacen con genitales de hombre y mujer a la vez; queers, que referencia a quienes quieren vivir libremente sin etiquetas; y otros colectivos disidentes.
“Vivimos bajo las reglas de un sistema patriarcal-cis-heteronormado que nos dice quiénes son las personas que tienen derecho a existir y quiénes no. Cis es un prefijo que se utiliza para denominar a aquellas personas cuya genitalidad coincide con el género con el cual se identifican, a quienes están de este lado; y trans son aquellas personas que están del otro lado, cuya identidad no coincide con el sexo asignado al nacer. Existe algo denominado sexo-género y es que culturalmente a una cuestión biológica, como es la genitalidad, se abroquela una cuestión cultural, que es el género. Entonces el género pasa a ser algo biológico y eso ha sustentado la patologización de las identidades disidentes. Cualquiera que vaya por fuera de esa norma es digno de discriminación, patologización, exclusión”, explicó a Cicatriz la psicóloga, sexóloga y coordinadora de un consultorio de atención en salud trans en Paraná, María Fernanda Spessot.
El contexto sociopolítico y la construcción histórica de modelos hegemónicos promueven la vulneración de personas que poseen ciertas características que son utilizadas como pretextos discriminatorios.
El caso de Joe Lemonge podría presentarse como un botón de muestra, porque exhibe las características tortuosas de hostigamiento, persecución, violencia y hasta el modo en que se ejecutan los crímenes de odio que tienen como víctimas a personas trans en Entre Ríos, Argentina y en cualquier punto del globo; y cómo esos ataques muchas veces terminan siendo legitimados por los organismos estatales.
En la Argentina existe un Observatorio Nacional de crímenes de odio LGBT que ha venido relevando en los últimos años las violencias motivadas por discriminación por orientación sexual e identidad de género. Se trata más bien de un registro artesanal, elaborado en base a las noticias que se publican en los medios de comunicación de todo el país, pero que sirve al mismo tiempo que para visibilizar la violencia cotidiana que viven las disidencias, para tratar de incidir en la formulación de políticas públicas eficaces para la prevención de los crímenes.
El último informe, que abarca los hechos relevados durante el año 2020, detectó 152 crímenes producidos por motivos de odio a la orientación sexual, la identidad y la expresión de género de las víctimas, con la salvedad de que el número podría ser mayor porque se incluyen solo aquellos casos que han sido publicados y porque no a todas las personas trans se las registra respetando su identidad de género. El 84 por ciento de esos casos corresponde a mujeres trans, el 12 por ciento de las víctimas son varones gays cis, el 3 por ciento son lesbianas y el 1 por ciento son varones trans. De todos los crímenes de odio registrados, el 57 por ciento de los casos terminaron con la muerte de la víctima por asesinatos, suicidios y muertes por ausencia o abandono estatal histórico y estructural; y el 43 por ciento restante fueron casos de violencia física que no terminaron en muerte.
La fría estadística cuenta los casos de Jésica Benavídez, Nicky, una mujer trans de 33 años, oriunda de Santa Elena, que sobrevivía a duras penas como trabajadora sexual, en una situación de extrema pobreza en Paraná y fue hallada muerta en el rancho que habitaba, sentada en una silla, semidesnuda y con la cabeza hacia atrás; y de Lucía Barrera, la Loba, de 37 años, asesinada de múltiples puñaladas en su casa de la capital provincial. Dos crímenes que nunca fueron reconocidos como tales. Como tampoco se han aclarado las circunstancias en que murió Victoria Núñez, una joven trans de 27 años, de Paraná, el 21 de julio de 2021, tras una intervención policial.
La pregunta que surge es qué medidas ha tomado el Estado y la respuesta es que no existe una política específica para detener los crímenes de odio contra las disidencias.
El cambio más trascendente lo trajo la ley de identidad de género, sancionada en 2012, al pasar de la patologización de este colectivo a la defensa de los derechos humanos. En el último año se impulsaron otras dos iniciativas importantes: la ley de cupo laboral travesti trans en el sector público –también la provincia aprobó una ley para garantizar al menos el 1 por ciento de los cargos en el Estado a las disidencias– y el Programa Acompañar, “cuyo objetivo es promover la autonomía de las mujeres y LGBT en riesgo en contextos de violencias de género”.
Sin embargo, Victoria Antola, investigadora trans y magíster en estudios y políticas de género, advierte que sistemáticamente las mujeres trans sufren “el impacto de quedar en los márgenes: de no acceder a una vida digna, al derecho a la salud, la vivienda y la educación; y la combinación de esos elementos va deteriorando la vida de una persona trans y coartando sus oportunidades”.
El impacto se mide en tiempo, tiempo de vida: la expectativa de vida para una persona trans en la Argentina es de 35 años. Para ellas, la vida transcurre como si estuviesen todo el tiempo jugando con la muerte.
Macarena Cornejo, mujer trans y activista entrerriana, lo dice con más claridad: “El Estado es el mismísimo delincuente que incumple las leyes que promueve. Tenemos un montón de normas que rigen la vida en sociedad; por ejemplo, si vos me robás el teléfono, sos un delincuente, tenés derecho a un juicio y recibirás una sentencia… ¿y el Estado que promueve esas leyes y las incumple, que literalmente roba las posibilidades, que las niega? No hay hada más atroz en este mundo que negar los derechos y no hay nadie más delincuente que el Estado”, se pregunta y se responde.
“Hay una ley de cupo laboral trans. ¿Sabés qué falta? Falta el cupo, falta el laburo y faltan las trans. Falta todo. Falta el acceso al trabajo, a la vivienda, a la salud, a la educación y faltan las trans; nos están matando, nos estamos muriendo. Y el Programa Acompañar, ¿adónde nos quieren acompañar, a que partamos al más allá? Parece que no entienden nada de lo que nos pasa. Deberían dejar de inventar programas y poner a las travestis a trabajar”, descarga Macarena ante Cicatriz. “En los hospitales públicos, teniendo una ley de identidad de género, no hay insumos para hacer implantes mamarios, así como no tienen medicación, insumos. El otro día fui a un centro de salud y pensaba que somos nosotras quienes tenemos que ser formadoras de los profesionales para que tengan la praxis de atender a travestis y trans, que entiendan que no necesitan más que la capacidad técnica y humana. Pero es muy grande la desidia y si nosotros tenemos que recorrer todos los centros de salud, estamos al horno”, agrega.
La psicóloga Spessot aporta un elemento que complejiza el cuadro de situación: “La población trans no es homogénea, no son todas las personas iguales ni lo son sus experiencias de vida. Hay un abismo entre la realidad que les ha tocado atravesar a las feminidades trans más grandes; ellas tienen situaciones de mayor vulnerabilidad respecto de las poblaciones más jóvenes, que nacieron en otro contexto sociocultural y con un paraguas normativo completamente diferente”.
“Existe una ley que garantiza el acceso al cambio registral en el DNI, pero en algunas localidades desconocen su aplicación y les piden, por ejemplo, se presenten a través de un abogado particular para iniciar el trámite; también dice que el sistema de salud público, privado y las obras sociales deben garantizar la cobertura total de las terapias o procedimientos necesarios para que esas personas puedan vivir de acuerdo a su identidad autopercibida, pero la realidad es que ninguna obra social cubre los tratamientos como corresponde y todas obstaculizan el acceso. En educación, recién ahora, y después de mucho insistir, estamos logrando que un niño o adolescente trans tenga su libreta con la identidad autopercibida y no como figura en el documento; pero las obras sociales, los laboratorios bioquímicos, la mayoría de las escuelas o el mismo sistema de salud no lo hacen. Y esos también son modos de invisibilizar, porque si una persona va a un lugar y no la llaman por su nombre sino que lo hacen por otro nombre que no le corresponde, están de alguna manera discriminándola y excluyéndola”, agrega la psicóloga.
Yo, rebelde
Anastasia Macarena Cornejo se reconoce como una aguja en un pajar. Es la menor (“la mejor”, dirá ella) de cinco hermanos, hijos de un comerciante rural y una ama de casa. Nació en Gualeguay hace 30 años, pero lleva una década viviendo en Paraná.
A diferencia de la mayoría de sus compañeras, tiene un trabajo: a instancias de un contacto que tenía su padre pudo ingresar a la obra social provincial. Cuando lo hizo, hace diez años, tenía otro nombre, el que hicieron figurar en los registros, pero enseguida se presentó como Macarena y así quedó asentado en la memoria de sus compañeros de trabajo.
–¿Cuándo saliste del closet?
–Como una homosexualidad, a los 11 años, y a los 14 empecé mi transición. Fue cómico porque no me cambiaba en mi casa sino en lo de una amiga, Romina, una amiga, con quien fuimos a la escuela juntas desde el jardín. Cuando éramos adolescentes salíamos a bailar y con ella empecé a transicionar, a probarme una remera, un corpiño, un pantalón, y así fui aprendiendo. Después empecé a ir a los talleres de las comparsas y conocí a Yamila, una travesti histórica de Gualeguay, la Copete le dicen. Ella era una educadora social, porque cuando te faltaban el respeto, se plantaba y hacía temblar la tierra. Con ella nos empezamos a encontrar, salíamos y nos hicimos afines. Ella me enseñó a maquillarme, a ponerme un vestido, un push-up y a moldear la silueta para que fuera más acorde en un mundo de las formas. Y en mi casa empecé a dar indicios: un día me dejaba el rímel, otro día el delineador, otro día caía con un collar, otro día con las tres cosas juntas, a la semana con el pelo planchado. Pero mi vieja siempre supo de mi transexualidad, tuvo esa percepción.
–¿Qué reacción tuvieron tus padres en ese momento?
–Recuerdo haber tenido 7 u 8 años y que me llevaran a consultas médicas porque hacía cosas que no eran de varón: jugaba a hacer tortas con mi vecina en lugar de jugar a la pelota, leía, era muy puntillosa. Y no hace mucho mi vieja me contó una escena que recuerda en la que un día estaban con mi viejo mirándome por una ventanita que había en la cocina de mi casa y ella le decía: “Mirá como juega a hacer tortas”, y mi viejo le respondía: “Está bien, está jugando, no pasa nada”. En realidad, no sabían qué hacer con eso y si efectivamente estaba bien. Pero también me contó que cuando empezó a subjetivizar un poco más sobre lo que me estaba pasando, el miedo que ella sentía no era porque yo pudiera ser una mujer trans o disidente sino por el afuera.
Macarena se reconoce con una suerte que no es común, por haber tenido siempre apoyo de su familia, por haber podido transitar la educación formal sin complejos y por haber accedido a un trabajo: “A diferencia de mis compañeras, de mis hermanas de la vida, yo tengo una vida totalmente diferente. No soy una privilegiada sino que tuve acceso a lo que corresponde; fui construyendo lo que soy y consiguiendo lo que tengo con una gran ayuda de mi familia. Sé que no hubiera podido si un día mi viejo no levantaba el teléfono para que un contacto suyo me consiguiera un laburo. Seguramente tendría la realidad de mis compañeras, porque es un destino inevitable terminar ejerciendo la prostitución, y no sé si lo hubiese soportado. A ellas las escucho, he estado en la parada con algunas y sé que no me lo habría aguantado. Pero hay miradas que te siguen llevando a eso”.
Todos los datos expuestos muestran la situación actual de precarización de las vidas de lesbianas, gays, bisexuales y trans, un panorama de múltiples exclusiones y vulneraciones de derechos que esta población vive cotidianamente, y ponen en evidencia la necesidad de instrumentar políticas públicas urgentes que demuestren un compromiso del Estado con esta población históricamente vulnerada y que permita pasar de la inclusión legal a la inclusión social real.
Ellas, ellos, elles, mientras tanto, están. “Aferradísimas”, dice Macarena, “felices de haber construido espacio para nuevas libertades, a pesar de todo”.