El agua de la música

Una mirada sobre uno de los discos más importantes de Carlos “Negro” Aguirre, donde de manera voluptuosa y creativa el cantautor interpreta clásicos del folclore del Litoral con una narrativa en piano y voz que los convierte en inéditos.

Por: HORACIO LAPUNZINA

Me voy a permitir hoy, en este texto, una intromisión, un pecado de autorreferencialidad para hablar mejor de otro, de lo otro. Espero que salga bien. Allá vamos.

Carlos Aguirre ha publicado un disco, —vamos a llamarlo así, a la vieja usanza— en el que visita una serie de clásicos dedicados a la música del Litoral y a los ríos que bajan hacia el Plata, y que él llamó “La música del agua”.  Desde hace décadas, el arte de la canción y la poesía vienen subyugados por la presencia de esas aguas que conforman en sí mismas un planeta, un modo de ver la vida: un modo, en suma, de ser. Desde que llegué a Santa Fe, un poco más tarde que otros fui cautivado por la poesía de Juan L. Ortiz.  Supe escuchar en mi adolescencia un homenaje a ese gualeyo “diminuto” (diría Fandermole) en forma de aria, compuesto por el gran Alberto Muñoz, morador de las costas del delta —tema grabado por Liliana Vitale en los ochentas—, y cuando un profesor de la universidad me acercó un libro —“En el aura del sauce”, si la memoria no me falla— todo lo que había vivido en la costa de Posadas se me hizo evidente, aunque no de un modo testimonial sino hermosamente velado. Me explico.

Saer lo ha dicho mucho mejor que yo, y cada cual puede ir a las páginas que escribió sobre la obra de su admirado amigo Juan Laurentino. La poesía de Juanele toca puntos cruciales en el lenguaje; es una operación perfecta de sincronía de palabras y sonidos que lo lleva a “inventar” un mundo (acuático, pero no sólo), un clima por momentos brumoso y un espesor imaginario en sus formas leves —aunque potentes— para que nosotros seamos llevados a su invención que, ahora sí, tiene a sus amados ríos como personajes y escenografías. Lo que sucede nos sucede por obra no de la mera descripción, sino de una fusión emocional y pictórica que habla, siempre y principalmente, de nosotros y del mundo. Que hable del Gualeguay o el Paraná resulta por momentos “intrascendente”, en el sentido que opera allí una manipulación sutil y ardorosamente bella que nos empapa de palabras soñadas —o mejor decir, ensoñadas—; nos trasladan hipnóticamente a su mundo, al mundo poético del cual fue un maestro pero también un devoto visitante cada vez que tomaba su pluma; una especie de rito inaugural que sentimos en cada palabra, en cada renglón; una génesis deslumbrante.

Carlos Aguirre toma ese mismo impulso y esa mirada. El puñado de canciones que elije son casi todos clásicos de los referentes mayores de la canción nativa. Pero allí termina la asociación o, en todo caso, recién comienza. Él va a fundar en cada versión y en cada arreglo una poderosa estética que navega en mucho de lo más sutil, elegante y refinado de las músicas del mundo. Tomará las melodías originales, pero ellas luego se expanden y se caen por los bordes de un puñado de texturas que son ya de su propio estilo inquieto y exuberante. Lo hace con su instrumento vital: el piano. Eso le permitirá un espacio lúdico y abarcador que construye algo que Juanele hizo con maestría: hablar supuestamente de lo mismo siendo siempre otro. Eso, por el lado del piano —ya me detendré un poco más sobre el protagonismo del instrumento—. Y por el otro costado, una voz cantada que suena como es posible que suene la voz del mismo río; a veces susurro y deriva, a veces caudal imparable. Su voz, la del intérprete, nos contará también con recitados muchas de las cosas que la música hablará, pero con esa intimidad sutil que se precisa en el estar, en esa quietud contemplativa donde surge la poesía y donde quizás otros sólo verán agua y costas y puertos. Esa voz no es enfática ni encendida: es contenida, como esas emociones que se quieren compartir sin intromisión; un modo de seducción que busca cómplices cercanos, navegantes de compañía.

La forma que toma el sonido general viene de un minucioso trabajo de engarce de acordes y arpegios desplegados. Casi siempre —y he aquí una de las facetas más logradas de Carlos y tal vez poco señalada— las texturas pianísticas son verdaderos contrapuntos con total independencia de la melodía principal.  Parece por momentos mentira que la canción vaya a fluir en semejante caudal de armonías cruzadas y ritmos que se bifurcan. Sin embargo —y otra vez Juan L. se me aparece— hay una claridad y una fluidez que no distrae sino que absorbe: estamos en medio del agua, literalmente; flotando, yendo por remolinos, por vados, por crecientes o bajantes. Somos, en medio del sonido envolvente de las notas —tocadas con sutileza exquisita— atrapados por las palabras y las melodías en un conjunto tan voluptuoso que parece recordarnos algún lugar perdido; un paraíso olvidado que de pronto se nos vuelve a acercar.

Aclaro, otra vez, que esto es algo que habla de mí. Quiero decir: estoy contando algo que me sucede. No sé si será así para otrxs, y espero siempre que haya distintas posibilidades de lectura y de apropiación. Puede que, aquí mismo, deba reconocer que, además de lo que acabo de explicar, todas son canciones para mí entrañables aunque no parejas en el impacto que me causaron alguna vez (me refiero aquí a los clásicos y no a los estrenos, que los hay). Y hasta podría agregar, a riesgo de parecer incorrecto, que algunas de esas melodías no surtían para mí el efecto que generan estas versiones. Esta revisita, de enorme respeto a sus originales compositores, es también una fundación; es de aquí en adelante. Aguirre ha tomado la responsabilidad de una posta dejada por sus mayores, pero ha redoblado la apuesta: su estética arreglística y su capacidad interpretativa con el instrumento supera casi todo lo que se haya versionado. Esto no significa de ningún modo que no haya hacia adelante y hacia atrás en el tiempo otras formas y abordajes valiosos; significa simplemente que a partir de estas versiones es que podrían fundarse nuevas miradas de lo anterior. ¿Y acaso lo mismo no ha sucedido con las grandes zambas de Castilla y Leguizamón, con las armonías de Manolo Juárez, con la estética arriesgada de Eduardo Lagos? ¿No fueron fundacionales para mirar el pasado desde un “presente/futuro”? ¿No fueron un antes y un después esas poesías de Tejada Gómez, de Ramón Navarro, de los Núñez en el cancionero de raíz autóctona? ¿Se puede componer y escribir hoy obviando a Carnota, a Fandermole, a Juan Quintero? No. Mucho mejor que ignorarlos es considerar sus obras como puntos de partida y entonces sí, declararse libre para intentar otras aventuras con las tradiciones, si es que nos cabe la necesidad. Esas tradiciones dinámicas son puro presente; se construyen con lo que nos pasa hoy, con lo que nos convoca a dialogar en vez de ensimismarse y charlar en soledad y monologando.

Quiero centrarme ahora en un par de ejemplos. Seguiré siendo —aclaro—, completamente caprichoso en la subjetividad. Tomaré los que más me conmueven, y trataré de explicar por qué.

“Canción de verano y remos”, del grandísimo Aníbal Sampayo. La versión comienza con una introducción polirrítmica en el piano que ya es un hallazgo; hay un ostinato y melodías como flotantes del otro lado; dos planos que se van a encontrar recién cuando la voz comienza con algunos de los versos más hermosos que hayan descripto una atardecer ribereño: “Bosquejando soledades me fui enhebrando distancias / el viento en el corazón y una luna en mi guitarra”.

Y más adelante: “… y desperté tiempo adentro con la tristeza en el alma / como si en verdad no fuera el mismo que me alejara”.

Dejo a los oyentes la posibilidad de atender a la enorme carga existencialista de estos dos últimos versos, y sólo agrego que aquí está una de las razones —a mi entender— por la que estos creadores superan el mero pintoresquismo para adentrarnos en un mundo de sensaciones universales. Este recitado suena en la voz de Carlos como una verdadera confesión, algo que quiere contarnos desde un recogimiento. Esta forma, vale recordarlo para quien lo sigue y quien no, es un sello distintivo de su estética. Y agrego que hay allí una intención en la mezcla fonográfica, en el rigor técnico para llevar la voz a un plano de perfecta transparencia en el que las palabras están donde deben estar: en su exacta luminosidad y dimensión sonora.

En “Sentir de otoño”, aparece la figura sensible del enorme creador que fuera el rosarino Chacho Muller, tal vez el exponente que mejor representa ese Litoral de quietud e introspección. En sus canciones más intimistas destila su alta poesía plena de enigma y de belleza. En sus giros borgeanos de esta canción maravillosa, hay un juego de espejos entre la materia del río y del cielo, como si él no pudiera sustraerse de esa magia y quisiera contárnosla de un modo grave pero sereno. Como una pintura impresionista, el otoño de Muller se nos aparece apenas velado por sus descripciones, pero ellas vienen —otra vez, como en Sampayo— adosada a una pena silenciosa de soledad y de inmanencia.

Carlos toma esas palabras con delicadeza y deja también emerger con claridad esa melodía sinuosa y esas armonías que Muller tan bien conducía para darle el tono esencial a sus climas de ensoñación. Este enorme compositor fue un maestro en deambular por formas nada convencionales en sus laberintos musicales; proponía raros giros, interregnos para sus armonías llenas de colores y espacios fluctuantes que fuerzan la tonalidad y hallan melodías de extraña seducción. Por eso el piano fluye así, desplegando como en una tela todo el devenir de los registros y las posibilidades de resonancia; hay allí aire para las preguntas, para las pausas, para los silencios.

Si la poesía es, por momentos, operación del lenguaje que logra representaciones cercanas a lo onírico, estas músicas y este canto y estas notas son poesía; alta y cabal poesía. Poetas ribereños o encantados de aguas plasmaron y plasman con letra y música una pintura permanente sobre algo que es pura fugacidad, deriva, materia de olvido y —vaya paradoja— pura presencia efímera, evanescente.

No es otra cosa, quizás y a mi modesta mirada, que el agua de la música.

 

 

Un tema de “La música del agua”