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▪ Perfil ▪

El nombre de la reparación que falta

Es conocida por su lucha en reclamo de justicia por la desaparición de su hijo Martín, secuestrado por personal de la Policía de Entre Ríos en 1994. Pero antes y después de ese hecho aún impune, Isabel ha sido testigo de injusticias, falta de oportunidades, dificultades económicas, respuestas que no llegan. Una vida de sufrimientos, una vida generosa y un sueño: volver a hacer radio.

Por: LUZ ALCAIN

El nombre de la reparación que falta

Fotografía: Raúl Perriere

Isabel no tuvo justicia. Y justo sería que hoy tuviera una vida más simple, más plácida. Justa sería una vida más sencilla para alguien a quien las injusticias no le dieron respiro desde la niñez que transcurrió en una zona rural, a 50 kilómetros de Paraná.

¿Quién es la mamá de Martín Basualdo, secuestrado y desaparecido por la Policía de Entre Ríos en 1994 junto a su amigo, Héctor Gómez? ¿Quién es esa mujer que hace 28 años tiene como marca de identidad la búsqueda de justicia? ¿Quién era antes de ser conocida por todos, respetada por tantos? ¿Quién es esta señora de 72 años que cuando está muy agobiada se sube al colectivo de la línea 20 para que la lleve a ningún lado, para que la despeje dando vueltas por la ciudad?

María Isabel Vergara nació en 1949 en El Ramblón, a un par de kilómetros de Viale. Fue la mayor de tres hermanas mujeres y un varón. La primera, que nació de milagro. Un embarazo de riesgo obligó a su madre, Aurora Emilia, a esperar el parto, antes de tiempo, en el Hospital San Martín de Paraná.

Los ladridos apabullan en la puerta. Los perros no pueden salir. Lo intentan pero no, haciendo remolinos entre sus piernas, frente al domicilio de calle Del Pericón Nacional, en el Barrio Mosconi II. Los perros no salen. Nosotros no podemos entrar. Hoy hay mucha gente en casa. Salimos en busca de un sitio tranquilo para escuchar su historia en una fría mañana de julio. Isabel nos propone caminar un par de cuadras, hasta una placita desangelada en la que encontramos un banco de cemento al sol, torcido porque le han quebrado una pata. Isabel se preocupa por el fotógrafo, Raúl Perriere. Lo ve desabrigado. La tranquilizamos pero no tanto. Se ajusta un gorro abrigado, se cierra la campera y empieza a contar.

Nació muy chiquita, con bajo peso. Los médicos la entregaron, palpitando la vida, en brazos de su madre. Dijeron que no había mucho que hacer. “Pero los médicos a veces se equivocan”, sentencia. “Me salvó mi abuela, Vitalia se llamaba. Ella me alimentaba con un goterito con leche de mamá. Así me salvó. Y me hizo fuerte. Mirá si no, todo lo que he pasado”. Fue fuerte, sí. Desde antes de ser la Isabel que conocemos. Fuerte cada vez que se cruzó al paso de su padre, Máximo, para que no golpeara a su madre; fuerte para acostarse vestida, con las zapatillas bien cerca, para salir corriendo de noche, al campo, junto a sus hermanos, para escapar de la violencia si llegaba borracho; fuerte para reírse hoy a carcajadas al asumir el alivió que llegó cuando murió su padre, a los 42 años, de cirrosis. Ese día se apagaron los golpes y el derroche en alcohol de lo que su madre y ella, con 12 años, juntaban como empleadas en un comedor de la zona. Iba a la Escuela Número 64 Justo José de Urquiza. Fue la primera en su familia en manejar las letras del abecedario, la primera en leer y escribir. Por la mañana, la escuela. Por la tarde, a trabajar con Aurora, a traer unos pesos y la comida para la familia. Los hermanitos quedaban en El Ramblón al cuidado de su abuelo, un hombre bueno que dejó lindos recuerdos. La abuela murió apenas un tiempo después de obrar el milagro del gotero y la leche materna. Gugleamos con Isabel: hay una Santa Vitalia; en su honor han levantado una hermosa iglesia en Cerdeña, Italia.

Un buen día llegó a Paraná, a trabajar cama adentro en lo de su maestra. Víctima de abuso de un familiar de la docente, decidió irse poco tiempo después, sin decir nada. La emplearon por años en la casa de los dueños de una zapatería de Paraná, una familia a la que adora. “Fue la primera vez que tuve zapatos. ¡Tantos zapatos!”, dice y se ríe, como cada vez que cuenta algo que amerita una lágrima. Completar el nivel primario fue un objetivo que plasmó recién de adulta, en el barrio La Floresta. En un jardín maternal, a contraturno, había una escuela para adultos. Ni se le pasó por la cabeza que fuera posible cursar la secundaria con seis hijos a cargo. Solo lo pensó, unos años después, cuando se le puso en la cabeza que quería ser abogada. Se lo confió a José Iparraguirre, que la acompañaba en su trajinar en busca de justicia por la desaparición de su hijo Martín. “Estás a tiempo, Isabel. ‘Yo te ayudo’, me dijo José. Pero no pude. Quería ser abogada. Qué se yo. No me gustan la violencia ni las injusticias”, dice impugnando los flagelos que ha sufrido en carne propia.

Parir, amar, sufrir

Martín fue el tercer varón de seis hijos. Isabel criaba niños, más niños, buscando la niña que llegó al final y que, con el tiempo, le dio dos nietas con las que convive. Nació en un hogar en el que había amor; creció en un barrio, La Floresta, al que la mujer reconoce pleno de amigos, buena gente, una vecindad y unas instituciones educativas y de salud que acompañaban las infancias. Debió dejar el barrio cuando se sintió acosada, sistemáticamente, por agentes de la Comisaría Quinta. Se fue lejos, a la casita en el barrio Mosconi II, lejos de la jurisdicción policial en la que se pergeñó la desaparición de su hijo que tenía entonces 19 años.

El padre de Martín era Eduardo Basualdo, empleado municipal en el área de Obras Viales. Murió joven, a los 60, poco tiempo después de la desaparición de Martín, enfermo de cáncer. “Era un trabajo insalubre el que hacía. Todo el día con el asfalto caliente. No es como se hace ahora”, cuenta la mujer que trae a la memoria una pareja con mucho compañerismo. Se casaron por civil y como no había para “tirar manteca al techo”, festejaron con la familia, compartiendo unos ravioles de ricota. Muchos años después, también pasaron por la iglesia: un mero trámite, requisito indispensable para que los chicos pudieran sacar gratis los manuales para la escuela, en la Liga de Madres de Familia.

El parto del tercer varón no tuvo ninguna particularidad. En el Hospital San Roque, sin complicaciones. Sin embargo, Isabel reconoce una característica especial en ese recién nacido: “Era hermoso. Era un bebote. Me lo ponderaban porque era gordito. Tenía el pelo negro, pero un negro brilloso”. Recuerda que “estuvo en el concurso del niño sano” que organizaba el centro de salud de Bajada Grande. “No sé bien cómo era. Llevabas a tu hijo, te lo pesaban, lo controlaban. Y si estaba bien, entraba en el concurso. No ganó, por supuesto, pero el médico me decía ‘es lindo tu hijo. No sé por qué de padres feos nacen chicos lindos’, Hermoso, gordito, puro cachete”, se jacta Isabel al hablar de Martín, el hijo al que ahora sueña, cada tanto, “con la piel resquebrajada, como si fuera tierra seca”. Tenía otras virtudes ese tercer hijo: “No tuvo problemas en la escuela. Fue a la de La Floresta, después a la Escuela Hogar. Aparte iba a taller. Dibujaba, le gustaba el rock. Jugaba al fútbol. Era muy bueno. Arquero en el equipo de ATM. Estuvo en la Liga Paranaense de Fútbol, viajó para algunos partidos. Una vez le pregunté al entrenador si Martín hubiera sido un buen jugador si estuviera con nosotros. Pero no quería hablar”, dice, y ahí sí se lamenta, profundamente. Lamenta los silencios a los que no encuentra explicación, los vacíos que padeció cuando denunciaba la desaparición de su hijo, acusación que era un golpe certero a las fuerzas de seguridad del Estado, a la ineficacia del Poder Judicial, a los pactos de impunidad entre los uniformados que rondaban la Comisaría Quinta a la que habrían ido a parar Martín y Héctor Gómez, secuestrados presuntamente por un móvil policial en calle Salta, el 16 de junio de 1994. Lamenta los testimonios silenciados a fuerza de espanto y miedo. Como esa vecina que dijo haber visto a uno de los chicos intentando escapar de la Comisaría Quinta, pero citada por la Justicia negó la historia y dijo no conocer a Isabel. Lamenta los allegados que “no quisieron tener problemas”, frase que escuchó demasiado, incluso en su propio entorno, su propia familia, gente con miedo, agobiada por la feroz exposición que supuso el caso. La hostigó especialmente la mentira, la ilusión en vano: “Te decían que estaban en Brasil, que se habían ido en moto, que pasaron por la frontera. Me llamaron para ver un video. Dos personas en moto, de espaldas. Nada. Después, que habían encontrado rastros en un basural. Todo un circo. Me acuerdo del juez (Héctor) Toloy (que tenía el caso). Decían tantas cosas. Que encontraron huesos, que había ropa en un basural en Paraná XVI. Hicieron excavaciones. Nada”. Las fuerzas de seguridad del Estado le arrancaron la vida de un hijo. El Estado no le dio justicia, no le dio nada. “Ni un psicólogo”, apunta.

Las nubes tapan el sol un par de minutos. El frío se hace más frío en la plaza del barrio Mosconi II. Recién ahora se percibe: un pincel con pintura roja ha sido aplastado sobre el césped, repetidas veces, a pocos metros de nuestro banco destartalado. Isabel es fuerte. Pero la doblegan el silencio, el destrato, la estafa, la injusticia.

Compartir, identificarse

Vuelve la tibieza del relato cuando la mamá de Martín reconoce a quienes han estado cerca, antes y ahora. A lo largo de la charla, va y viene haciendo pie en figuras como la de su abogado Iparraguirre, un par de periodistas, los referentes de Hijos Regional Paraná, otras madres que han pasado por lo mismo que ella y que luchan contra la violencia policial, amigas de fierro que la sacaron adelante cuando no podía. También valora a algunos dirigentes políticos que se acercaron entonces y estuvieron siempre cerca, como Magda Mastaglia de Varisco: “Ella nos ayudaba con el comedor del barrio. Venía acá, nos visitaba. Fui algunas veces a reuniones a las que me invitaba ella, de las Amigas del Fondant. Pero yo decía dentro de mí, ‘qué hago acá si yo soy mujer de barrio’. No sé”.

“Mi corazón es un montón de retazos”, dice si se le pregunta por la política. Pero con un sentir más asociado a figuras que a partidos políticos. Solo fue candidata acompañando a una fuerza de izquierda que llevaba a Iparraguirre en primer término de una boleta: “Pero allá abajo, como suplente”, recuerda. “Siempre lo quise mucho a José. Te hablaba, te explicaba las cosas, iba a mi casa. Hablaba con la familia. No todos los abogados lo hacen”, destaca del referente de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre (LADH). Más allá de la política partidaria, Isabel es la referencia más clara de la lucha contra la violencia institucional y el gatillo fácil. En 2021 no dudó un instante en tomar el megáfono en el acto central luego de una multitudinaria “Marcha de la Gorra”, una columna de jóvenes, chicos y chicas de barrio que llegaron al centro para denunciar el maltrato policial. “Buenas tardes para todos, menos para la yuta”, arremetió Isabel, despertando el hurra de los presentes, como si fuera una estrella de rock. Contó su historia a los manifestantes, muchos de los cuales no habían nacido en 1994. La acompañó al frente de la columna, Alejandra López, la madre de Gabriel Gusmán, fusilado por un agente de seguridad. “He caminado tanto. Pero sigo luchando para que la Policía no siga verdugueando a los jóvenes de barrio. A mí no me lo cuenta nadie. Yo soy de barrio. Yo lo vivo”, dijo con la voz firme, según lo registra un video que aún circula en redes sociales.

Nació en pleno auge del primer peronismo, 1949. Y en su familia leyeron el contexto para identificarse políticamente: “Eran re-peronistas”, confirma y vuelve al presente con su relato. No le gusta lo que está pasando. Reclama honestidad y atención para los más pobres por parte del gobierno de Alberto Fernández y Cristina Fernández. En redes sociales, unos días después de esta entrevista, convocó a retomar la práctica del trueque que caracterizó los tiempos de 2001: “Como ama de casa que soy, pienso que debiéramos volver al trueque. Está todo por las nubes y nada alcanza. Ya empecé a cocinar una vez al día, comer menos para estirar, para que alcance. ¿Qué les parece? Todo sube. Nada baja y estamos así de tranquilos”, posteó. Se jacta de buscar precios. Caminar mucho para conseguir llenar la olla. No está sola ni tiene descanso. Hay cuatro hijos en su casa, a veces tres, hay dos nietas, en un hábitat en el que falta espacio y sobran problemas, sobre todo económicos, pero también hay violencia, cada tanto, y dificultades de salud. Vive de la pensión de su marido más una asignación graciable que le otorgó el Estado tras la desaparición de Martín. Más, menos, lo que hay en esa casa es lo que trae Isabel.

Además de la pobreza que ronda su hogar, el de los vecinos, el de tanta gente, le preocupa particularmente el narcotráfico ganando los barrios. Encuentra una extraña mezcla entre punteros políticos y narcos, poniendo las reglas e imponiendo el miedo en distintos sectores de la ciudad. Advierte que esa fusión, cuando se plasma, deriva en un instantáneo vacío de experiencias comunitarias, de accionar político local, de trabajo conjunto para mejorar la vida de los vecinos. Cuenta sus experiencias al respecto, voluntades joviales, potentes, “que dejan todo lo que estaban haciendo a cambio de un plan”, sugiere. Le duele ver “a gurises que jugaban al fútbol, que eran bárbaros, que hoy están todos tirados en el suelo, sin hacer nada, sin esperar nada. Y al que no le gusta, le tirotean la casa”, describe.

Alivios

El 12 de septiembre cumplirá 73 años. Pero no planea fiestas. Le parece una tontería tomarse unos días de descanso, una escapada por acá cerca, no más. Si nunca tuvo vacaciones, hoy tampoco.

Si está agobiada, como se dijo, tiene la extraña costumbre de subirse al 20, dar una vuelta sin rumbo, pensando en nada, mirando distintos puntos de Paraná, ciudad que le encanta. A veces su deseo se escurre en un retorno a La Floresta, ese barrio que le dio tanto, aunque sea jurisdicción de la Comisaría Quinta. Una casita para ella, su hija y sus nietas. Y para uno de sus hijos al que protege, mucho, porque sabe que necesita ayuda. Una habitación para ella sola, en la que pueda volver a apoltronarse en una cama de dos plazas, una como la que debió resignar para que entren más huéspedes en la pieza. Una mesa de luz para tener sus cosas.

Ella ya no festeja “desde lo de Martín”. Ya no hay cumpleaños, ni navidades, ni fines de año para Isabel. Así lo decidió. No tiene ganas. Pero una vez fue distinto, y recordarlo le ilumina la cara: “Hace dos años, era mi cumpleaños. Tenía que ir a la radio y dije ‘no voy’. Una vecina se apareció y me reclamó que cómo que no iba a ir a la radio, que es lo que a mí me gusta, que vaya y haga el programa más lindo. Me pagó el remís de ida y de vuelta a la radio para convencerme. Ya estaba al aire y aparecen dos hermanas mías y mi sobrina. Me trajeron una torta para compartir en la radio. Fue una sorpresa hermosa para mí, hermosa, hermosa. Cuando vuelvo a casa, ¡qué veo! Un pasacalle que decía ‘Isa, ¡Felices 17!’. Un chiste, porque cumplía al revés, 71. Era otra sorpresa de mi amiga, Norma, que ya falleció, muy joven, pobrecita. Había invitado a amigas en común, a los hijos. Me habían hecho una torta hermosa. Compartimos pizza, algo para tomar. Fue un momento que uno no olvida. Fue muy lindo para mí. Tal vez lo quieran plasmar en la revista”. Aquí va.

Isabel cumple 73 en septiembre. Si tuviera que pedir un deseo, uno solo, sería “volver a hacer radio”. Aprendió lo elemental del asunto en un taller que dictó la asociación civil Barriletes. Ha circulado por distintas emisoras de barrio, a cargo de programas que suceden mientras se toma nota de lo que piden los oyentes, se presentan los temas al aire, se envían saludos. En suma, hacer radio para ella es estar en contacto. Pero además es compartir “la música alegre”, que es la que elige, cumbia, cuarteto, Rodrigo, Los Palmeras, tantos otros grupos. Cumple 73 años Isabel. Ojalá que tenga la chance de estar al aire ese día, que pueda presentar ese tema que le gusta, que cierre los ojos, que imagine la danza alegre de su audiencia. Que la cumbia se extienda, se alargue, se demore. Ojalá que esa cumbia le entibie el alma.