El sistema

El entramado de relaciones entre las personas que tienen que conducir las instituciones estatales desnuda privilegios e impunidad. El Poder Judicial aparece como una herramienta que organiza a la política. Los abogados de la city y la desigualdad ante la ley, el empresariado eterno, y las investigaciones de oficio que surgen al calor de un contexto sobreviven en un tiempo de turbulencias y descrédito.

Por: FEDERICO MALVASIO

Fotografía: Raúl Perriére

Los integrantes de los tres poderes del Estado parecieran transitar una misma avenida. Esa conjetura sería el problema. Explicar el cuadro de situación no requiere tanto de indagar en la letra que marca cómo debería funcionar el sistema, sino en los comportamientos de quienes operan en el mismo. No obstante, a quienes conducen esa maquinaria estatal se los puede contabilizar con los dedos de la mano.

En 2008 Entre Ríos reformó su Constitución y, a partir de allí, reformuló sus instituciones. Los cambios pudieron ser más profundos ante los signos que marcaban los tiempos. Con frecuencia se lee que la política tiene un poder superior sobre la justicia y, por ende, la posibilidad de domesticarla. Hace unos meses, un integrante de la Asociación de Magistrados de Entre Ríos y juez, Alejandro Cánepa, dijo en una entrevista que los funcionarios judiciales estaban bajo el control político, porque así lo establece la carta magna. El Jurado de Enjuiciamiento está integrado por tres vocales del Superior Tribunal de Justicia (STJ), dos abogados de la matrícula y dos legisladores. A simple vista, muestra una desproporcionalidad que deja a la comunidad judicial con cinco miembros y a la política con dos. Ese esquema de juzgamiento podría ser más desproporcionado si se reglamentara el artículo 218 de la Constitución, que exige una nueva composición que eleva el número de siete a nueve miembros: tres representantes del STJ, un diputado, un senador y cuatro abogados de la matrícula.

El Ministerio Público Fiscal fue uno de los organismos que mereció modificaciones. Se le dio independencia de funcionamiento y presupuestaria. Se convirtió en un órgano autónomo dentro del Poder Judicial. Como parte de la misma reforma en el seno de la justicia se aplicó el sistema acusatorio para echar por tierra el inquisitivo, que implicaba que un juez de instrucción investigara y resolviera la situación de un acusado. El nuevo sistema sustituyó ese procedimiento y le otorgó la facultad de investigar y acusar al fiscal y el control del debido proceso al juez de garantías. La teoría indica que así se democratizaría el procedimiento. Con el correr de los años se fue distorsionando al calor de los contextos y los requerimientos de la sociedad.

La Procuración General –por ley – tiene un funcionamiento vertical, es decir que la decisión recae sobre una persona: el procurador general, en este caso, Jorge García. Cualquier medida que esté en el itinerario de un fiscal puede ser ratificada o desestimada por el jefe. En las causas de corrupción –que son las que interesan a las élites y se abordan en los círculos de poder–, la conducción de una investigación, en definitiva, queda en manos de una persona. Por eso la ley terminó coartando la “democratización” que se había propuesto. Se sabe que fiscales no han podido avanzar pese a sus convicciones por el impedimento “de la política criminal” que se baja desde la jefatura.

Cuando la Convención Constituyente  trató el capítulo del Poder Judicial encontró en el bloque mayoritario a intérpretes calificados del sistema imperante. La comisión estaba presidida por Miguel Augusto Carlín, que se había jubilado como vocal del STJ para convertirse en convencional. Había llegado a ocupar una silla en el Superior Tribunal de Justicia de la mano de Jorge Busti, cuando era gobernador. A la Convención también llegó convocado por Busti, quien la presidió. Los más activos de la bancada justicialista fueron, además de Carlín, Raúl Barrandeguy, Rosario Romero y Julio Federik. Un dream team que convive permanentemente en legajos, expedientes, audiencias y despachos.

 

La foto perfecta

 

En el esplendor de los reclamos sociales por los supuestos delitos en el seno de la administración pública sucedió un hecho que pasó desapercibido. Cuando las gestiones de Sergio Urribarri comenzaron a ser investigadas en sede judicial, el Ministerio Público Fiscal pegó un volantazo inesperado: cambió al fiscal que llevaba los legajos más inquietantes que comprometían al ex mandatario. Se trata de Santiago Brugo, de bajísimo perfil y capacidades comprobadas en el Consejo de la Magistratura. Su corrimiento no fue presentado como tal, sino como una reestructuración de todo el organismo. Como algo habitual. Un puñado de periodistas que suelen comunicar en sintonía con los intereses de la cabeza de la Procuración General así lo presentaron. La causa que se conoce en el vulgo como “contratos truchos” representa la más exacta síntesis del funcionamiento del sistema. La pesquisa iniciada en septiembre de 2018 está en la etapa final, ya lista para elevarse a juicio, con una nómina de imputados en la que ninguno se ha desempeñado en un cargo político. Es difícil explicar que un presunto desfalco en un poder meramente partidario al que se accede por elección directa como es la Legislatura sólo haya encontrado sospechosos en el personal administrativo. Más aún cuando la normativa –en materia de contratación (de contratos estamos hablando)– tiene como últimos responsables a los presidentes de los cuerpos parlamentarios.

El nerviosismo que causó el inicio de la investigación en los contornos de Plaza Mansilla obedeció al puntapié inicial de la causa que parecía no tener límites en su avance. Un cúmulo de personas de clase media baja y baja administraron –según consta en el legajo– contrataciones que se firmaban en las cámaras legislativas con el objetivo de retener la mayor parte de ese contrato a cambio de prestar el nombre y obtener, en el mejor de los casos, una cobertura social. Se los conoció como “tarjeteros”, por manejar los plásticos y cobrar en el banco. La segunda etapa de ese mecanismo funcionó en dos estudios contables de Paraná que habían sido encomendados por la estructura parlamentaria para repartir las remesas y las inversiones. La organización data desde 2008. No vale la pena entrar en los detalles que han sido narrados en todos estos años, pero sí es interesante ingresar al mundo de las relaciones, porque son ellas las que explican las turbulencias en el interior de las instituciones. Son las personas y sus intereses particulares los que han empañado el funcionamiento del Estado.

Al poco tiempo de arrancar la investigación todo hacía suponer que una generación de dirigentes de todos los partidos iba a tener que explicar en sede judicial dónde estaban los millones de pesos que se detrajeron a través de contratos que no tenían ninguna contraprestación de servicio y cuyos montos retornaban a “la política”. Las audiencias en los tribunales se vivieron con una intensidad inimaginable. Silencio en los poderes Ejecutivo y Legislativo. En los tribunales, los fiscales creían estar protagonizando un mani pulite autóctono. No era para menos.

La historia llegó al punto más tenso cuando fue detenido Juan Pablo Aguilera, cuñado del ex gobernador Sergio Urribarri, y primera figura política para el gran público. En el Poder Judicial vieron en esa medida un mensaje letal para “la dirigencia”. Supuestamente no se hacían diferencias entre un administrativo y “un político”. El joven que había tenido un rol importante en la estructura de poder durante el urribarrismo debió compartir celda con presos comunes.

Pero la investigación, que por esos días parecía no tener freno, recibió un mazazo. Se reveló que uno de los contadores imputados tenía un departamento en común con quien conducía precisamente la pesquisa: la procuradora adjunta y fiscal anticorrupción, Cecilia Goyeneche. La coordinadora de la causa lo negó en audiencia pública y contó con una notable protección de periodistas. Pero al poco tiempo sus subordinados trabaron un embargo que reveló que no era una propiedad sino dos las que la conectaban con el imputado. Goyeneche debió dar un paso al costado de la causa. Pedro Opromolla, el contador en cuestión, era socio de su marido y estaba contratado en la Cámara de Diputados. Pero él y sus socios, a diferencia de los integrantes del otro buffet que integraba la aparente asociación ilícita, quedaron en libertad cuando se destapó la olla. Esa diferencia con sus pares que vivieron un buen tiempo en la Unidad Penal Número 1 de Paraná es una muestra cabal en su versión más salvaje de lo que puede provocar una arbitrariedad. Ni más ni menos que la libertad para unos y la prisión para otros por la misma sospecha.

Si sirve para atar cabos ante semejante alteración, se podría agregar que cuando se allanó el estudio de Opromolla se detectó que varios clientes de ese contador integran el Poder Judicial. Secuestrar esa prueba habría incomodado, quizás, a personas que suelen verse los fines de semana alrededor de una mesa. Mientras todo esto pasaba, los abogados defensores se regocijaban, pero ninguno fue capaz de motorizar una investigación contra la procuradora adjunta y evitar que la investigación quedara bajo sospecha. Por eso que marcábamos más arriba: la comunidad judicial. La corporación, de la que también forman parte los abogados. Esa actitud se entiende por dos cuestiones: a excepción de Aguilera, ninguno de los detenidos pertenecía a la élite; y con Goyeneche sospechada, todas las cartas quedaron marcadas.

Una noche de diciembre de 2018, en el Centro Provincial de Convenciones, en la despedida de año, la entonces funcionaria Carolina Gaillard sacó el tema de la detención de Aguilera e interpeló a su par de gabinete Rosario Romero, al preguntarle si no era tiempo de que se aplique la prisión domiciliaria por el tiempo transcurrido. La respuesta de la ministra de Gobierno llegó –según contó un testigo– con las siguientes palabras: “Es que Urribarri no entiende a la justicia”. No se trata de aplicar la ley o evaluar si una prisión preventiva se extiende indebidamente, se trata de entender cómo es la cosa. Cómo funciona ese sistema.

Lo cierto es que la detención de Aguilera en el penal, presentada como una muestra de igualdad de todos ante la ley, se desvaneció pocos días después, horas antes que se levantara la copa por la Navidad. En una manganeta procesal que no se conocía hasta ese momento, la Sala Penal del STJ, con los votos de Daniel Carubia y Claudia Mizawak, y la excepción de Miguel Ángel Giorgio, hizo lugar a un habeas corpus y Aguilera quedó en libertad. Se apeló al estado de las cárceles y a la ley de ejecución de penas, como si estuviéramos ante una novedad. Hasta ese momento nadie se había acordado de los tarjeteros, que estaban en los mismos pabellones. Oficialismo y oposición hicieron silencio.

Una versión en boca de un prominente magistrado sostiene que Aguilera era el que se entregaba como parte de un acuerdo político-judicial para terminar con cualquier investigación que pudiese alcanzara a otro dirigente de envergadura que estuviera complicado y que proviniera de la gestión anterior. La idea de a alguien van a tener que entregar. Más allá de las culpabilidades y responsabilidades. Aparentemente, ese pacto se rompió.

La causa de los “contratos  truchos” tuvo otro capítulo que describe el perfeccionamiento del sistema. Los hechos que se investigan tuvieron como punto de partida el año 2008, pero sólo en el Senado, porque en la Cámara de Diputados recién se comenzó a investigar desde 2011 en adelante, excluyendo la gestión en que Jorge Busti presidió ese cuerpo. El sitio Página Judicial contó sobre la existencia de un acta fechada el 12 de diciembre de ese mismo año, es decir, dos días después del período exceptuado, donde se dejaba constancia de que las nuevas autoridades no encontraron “ningún papel que respalde los gastos” que se hicieron en el período 2007-2011. La Procuración General no se interesó por rastrear esa documentación que implicaba volver sobre sus pasos. A la fecha, ese recorte es inexplicable.

 

La toga política

 

Lo principales proveedores del Estado en materia de obra pública son los otros intocables. Sus legajos van y vienen, pero siempre están en el mismo lugar. En un limbo. El empresario de Concepción del Uruguay Víctor Pietroboni confesó, unas semanas antes de morir, en julio de 2016, que las coimas que se solían pedir para acceder a una licitación “llegaban al 15 o 20 por ciento”. Sus dichos no llegaron como una novedad ni siquiera para la tribuna. Mucho menos para quienes integran los poderes estatales. Ese acuerdo tácito de dar por hecho que las cosas son así se expande en el tiempo.

El sitio Acceso Libre reveló los pagos que se habían realizado para montar toda una  estructura edilicia y de servicios en el marco de la organización de la Cumbre del Mercosur, que se realizó en diciembre de 2014 en Paraná. Según ese informe –que el Poder Judicial en un principio dio por válido– demostró exagerados sobreprecios que habían fijado los empresarios de la construcción. La causa sigue abierta, mientras los constructores firman todas las semanas contratos con la Provincia y municipios. El tiempo ayuda a olvidar y brinda la posibilidad de resolver las cosas en el momento oportuno, al calor de los humores y descuidos sociales.

Los últimos días de noviembre de 2018 trastocaron la rutina de Julio Solanas. El entonces diputado nacional aparecía como el principal exponente del kirchnerismo, espacio que venía acercándose al oficialismo que conducía Gustavo Bordet para llegar a un acuerdo de unidad de cara a las elecciones. Un buen día se enteró por un medio que una causa que lo había tenido bajo la lupa hacía una década era desarchivada. El expediente estaba relacionado con supuestas irregularidades durante su gestión como intendente de Paraná, entre 2003 y 2007. A más de dos años de esa reapertura o desarchivo, el expediente está exactamente igual que hace una década. Pero abierto. Sin ningún tipo de interés. ¿No hay una mala praxis judicial?

Tener a un dirigente en un expediente durante años es la otra manera de manipular las instituciones, menoscabar el servicio de justicia y alimentar en la sociedad un perfil de una persona pública que quizás sea falso. El caso más escandaloso que se conoce en esos sótanos ocurrió con Daniel Irigoyen, un dirigente justicialista de Gualeguaychú que como intendente denunció en 2005 a su tesorero en la Municipalidad cuando sospechó que cometía maniobras fraudulentas. Irigoyen aparecía como una figura renovadora y con proyección provincial en el peronismo. Enfrentado a Busti, se veía en su persona un competidor para el poder central instalado en la capital. Desde el minuto uno de la investigación, Irigoyen sospechó que una mano política desde Paraná operaba para perjudicarlo. Hacía bien: pasó de denunciante a procesado. Un tribunal de juicio lo sobreseyó recién en 2012, es decir siete años después. El largo proceso no solo lo tuvo encartado en sede judicial, sino también tachado en la política.

Un poco más acá, el año pasado, un tribunal cuestionó en duros términos al Ministerio Público Fiscal, en rigor a Goyeneche, por haber avanzado en una investigación durante todo el año 2018 contra el entonces intendente Sergio Varisco, a quien acusó de haber beneficiado a una mutual. El tribunal lo absolvió por unanimidad cuando ya había perdido las elecciones. Desde el minuto se sabía que la causa era un disparate. Los jueces aseguraron que no había un solo elemento que ameritara haber iniciado el proceso. La causa se mantuvo abierta durante cuatro años. Mientras tanto enfrentaba la causa de narcotráfico que investigaba la Justicia Federal. Esa causa también tuvo su etapa de negociación extra tribunalicia. Dos fuentes presenciales narraron, en coincidencia y en diferentes momentos, que al jefe comunal se le ofreció –a instancia del PRO nacional (¿Rogelio Frigerio?)– salvarlo si entregaba a los otros dos imputados: su concejal Pablo Hernández y su secretaria de Seguridad, Griselda Bordeira. La reunión se llevó adelante en Capital Federal, en una dependencia bajo la órbita de Patricia Bullrich. El radical no accedió. Fue condenado.

En el 2018, el gobierno de Bordet recibió la primera denuncia penal en su contra por supuestas irregularidades en la apertura de sobres para la licitación de obras para la conectividad vial al cierre energético del norte entrerriano, y cuyo único oferente era la empresa china National Import Export Corporation-Yutong SA. En dos semanas, la misma fue desestimada. En rigor no había elementos sustentables para avanzar y el Poder Judicial se expidió con rapidez. Como corresponde.  Esa garantía solo corre para un gobernador en ejercicio.

Dirigentes políticos, empresarios y los mismos magistrados parecen transitar una misma avenida, en la que las sospechas sobre la comisión de un delito se arreglan de alguna manera que no es precisamente la institucional y a través de la legalidad. El dirigente social Juan Grabois, durante el enfrentamiento con la familia Etchevehere, lo sintetizó de la siguiente manera: “La justicia de Entre Ríos es la justicia que se arregla por teléfono”. Al otro día de haberlo expresado, un juez llamó a indagatoria a los Etchevehere en una causa que llevaba ocho años sin un solo movimiento. Le dio la razón. El sistema a veces ni siquiera se cuida y todo es muy evidente. Eso explica, en parte, por qué la sociedad hace un tiempo divisa a todos los actores como un todo.