Sed de buen vino

La provincia fue cultora de la tradición vitivinícola desde los inicios del país, pero una decisión administrativa la dejó fuera de juego en la década de 1930. Desde la desregulación de la economía durante el menemismo, Entre Ríos tiene una nueva oportunidad. El desafío de imponer un producto, una marca y, sobre todas las cosas, un elemento distintivo en algo tan universal como el vino.

Por: EXEQUIEL FLESLER

Fotografía: Raúl Perriere

¿Dónde pueden cosecharse vides? En cualquier geografía en donde habiten hombres y mujeres que quieran beber vino, es decir, en cualquier lugar del mundo. ¿Quién no quiere una copa entre sus manos mientras está sentado en su sillón preferido? ¿Quién no un vaso de vino fresco para menguar la sed que provocó el cansancio después de una jornada laboral? El vino para compartir o la copa en soledad. Hay un vino para cada estado de ánimo y para cada momento. El vino de los andrajosos y El vino de los amantes, si recordamos al francés maldito Charles Baudelaire, uno de los tantos poetas que le dedicaron su tiempo y su arte a la bebida más universal de todas. Líquido que forma parte tanto de los sagrados ritos religiosos como de las celebraciones más mundanas.

Decíamos que todos quieren –queremos– beber vino. Con ese saber, los inmigrantes europeos que llegaron a Entre Ríos en la segunda mitad del siglo XIX trajeron sus vides junto a su sed. Así, cosecharon las uvas con las que elaboraron vinos que, en principio, fueron para consumo familiar. En ese entonces, las cepas eran las que traían de sus lugares de origen, del otro lado del Atlántico. Esta historia se cuenta en el libro Entre Vinos Entre Ríos, 170 años de historia 1850-2020, donde la autora, Susana T. P. Domínguez Soler, abunda en detalles sobre el pasado y el presente de la actividad.

 

Dos entrerrianos protagonistas

 

Cuando la vid era un cultivo importante en la provincia, el citrus se usaba como cortina forestal. Luego, cuando desaparecieron las plantaciones de uvas, la ecuación se revirtió y las plantaciones de citrus comenzaron a ser utilizadas como producción propia.

¿Cuándo sucedió esto? Fue, paradójicamente, bajo la Presidencia de un entrerriano. Durante la administración de Agustín Pedro Justo, que gobernó el país durante la década infame. En 1934, 1937 y 1938 se dictaron tres leyes que impidieron o delimitaron el desarrollo vitivinícola de Entre Ríos. Primero se creó la Junta Reguladora del Vino, que autorizó a que se protegiera la actividad extirpando viñedos. Luego se hizo un censo para saber a ciencia cierta cuántas hectáreas había implantadas en cada provincia y luego se establecieron cupos de producción para cada distrito. Ese fue el fin de Entre Ríos como productora de vinos. Primero arrasaron con las plantas y después quedó fuera del reparto que se le asignó a cada provincia para producir.

Así llegamos a otra década. Una que para algunos también es infame pero que para los productores de vino en Entre Ríos significó un resurgir. Carlos Saúl Menem era presidente y, ya dejadas atrás las promesas de campaña, tenía el mandato de modernizar la economía. “Soltar las fuerzas productivas”, apunta, provocador, un protagonista de aquellos años. Corría 1991 y Horacio Liendo preparaba sin mucho ruido el Decreto Número 2.284/91. “Los lobbies eran tremendos y había que actuar rápido”, apunta a Cicatriz el otro entrerriano de esta historia: Augusto José María Alasino. Era, en ese entonces, senador nacional por el Partido Justicialista de la provincia de Entre Ríos. Alasino describe que tenía información sobre el “pasado glorioso” de la provincia como productora de vinos. “Había como un mito sobre todo eso”, dijo, y contó que puso a su equipo de asesores legislativos a investigar sobre el tema. Con toda la información en la mesa ya ordenada preparó un proyecto de ley para revertir las restricciones, pero “los compañeros de la provincias productoras no nos iban a acompañar. Así que fuimos a ver a Liendo y le llevé mi proyecto que luego incorporó al Decreto Número 2.284”. Así comenzó la segunda etapa de la producción vinícola en Entre Ríos. “No hizo falta ley porque el decreto barrió con todo”, relata orgulloso y sabiéndose partícipe y protagonista de un cambio de época que, al menos en el capítulo que nos convoca, fue beneficioso para la provincia.

 

Los noventa y después

 

Hasta entonces era tierra arrasada por el afán organizador hasta en el absurdo de los detalles mínimos que signaban la economía de la década de 1930, en la previa del peronismo. Ya con la normativa permitiendo la producción, comenzaría un resurgimiento de la actividad. Un nuevo nacimiento, en rigor. Del pasado quedaban las historias y el espejo a observar en la República Oriental del Uruguay, con sus Tannat, por ejemplo, como lo que pudo haber sido y no fue por culpa de una decisión administrativa.

“Nosotros hicimos un plan: el Plan Vitivinícola 2010-2020, que presentamos el 5 de febrero de 2010 en la bodega Vulliez Sermet, en Colón. La idea era llegar a las quinientas hectáreas de producción, lo que significa unas dos millones de botellas por año”,  cuenta Leonardo Nano Centurión, ex presidente y uno de los fundadores de la Asociación de Vitivinicultores de Entre Ríos (AVER). Hoy todavía se está lejos de ese ambicioso objetivo.

En ese momento, el entonces gobernador Sergio Urribarri facilitó, vía créditos del Consejo Federal de Inversiones (CFI), la contratación de técnicos para que los productores dieran los primeros pasos. Fue otro puntapié para el desarrollo de la actividad con una profesionalización de los actores.

Luego de este proceso, la provincia cuenta hoy con cuatro bodegas industriales: Vulliez Sermet en Colón, BordeRío en Victoria, Los Aromitos en Crespo y Las Magnolias en Gualeguaychú.

Además, están las bodegas artesanales. Entre ellas se cuentan a Refugios de Victoria, Altos del Potrero en Gualeguaychú y Centuria en Paraná, en un proceso de conseguir esta certificación.

También están las muchas bodegas artesanales, que son algo más de cincuenta. De este grupo, algunas vinifican en sus establecimientos y otras llevan sus uvas a bodegas para que realicen el proceso.

En total, los alrededor de sesenta productores tienen implantadas hoy unas noventa hectáreas en toda la provincia. Para tener un real panorama de la realidad se está preparando un censo que aporte precisión al mapa provisorio. Con todos los productores registrados, las hectáreas totales y de cada cepa y la característica de cada emprendimiento se podrá elaborar un plan basado en elementos concretos. Además, para gestionar ayudas económicas también hacen falta esas precisiones que hoy no están unificadas.

Hasta Centuria llegó esta revista. El establecimiento se ubica en el acceso norte de la ciudad de Paraná, es una finca en donde se encuentra la casa familiar del propietario y están implantadas las vides de cepas Merlot, Chardonnay, Malbec y Cabernet Sauvignon. En el predio tienen una construcción de ladrillos donde vinifican y una rústica bodega de madera con ambiente controlado para guardar los vinos. En el afán de optimizar recursos, el creador del emprendimiento, Leonardo Nano Centurión, creó un vermú (Minister), que elabora usando vino Malbec de su producción, y una grapa de presencia robusta que está en etapa de prueba. Además, destilan su propio gin, Río, un London Dry con características muy propias de su estilo aunque elaborado con agua entrerriana. Según cuenta, con este producto quiere, a la vez que ampliar la gama, hacer viable y autosustentable el emprendimiento.

 

Cómo vender

 

Si bien muchos viñateros empezaron con la actividad como una afición, para compartir vinos con sus familias y amigos, cuando se avanza también se empieza a pensar seriamente en la sustentabilidad económica del proyecto. Además, como actividad, aunque sea secundaria para una familia o una empresa, debe, por lo menos, no perder plata.

“Fuimos la primera bodega y estamos en una ciudad turística, en un lugar muy accesible y recibimos muchos viajeros. Ese es nuestro principal punto de venta: el mostrador al turista. Estamos recibiendo unas cincuenta personas por día desde diciembre a marzo y ahí todos compran su botellita”, cuenta María Vulliez, de la bodega Vulliez Sermet, que es, además, la vicepresidenta de AVER. “Nosotros no tenemos muy desarrollada la parte de venta a vinotecas”, dice Vulliez sobre su bodega, pero reconoce que es un problema que comparte con la mayoría de sus colegas. “Cada uno se ocupa de la venta. Eso vemos como Asociación; por eso estamos pidiéndole a la provincia que colabore con ampliar el mercado. Por ejemplo, hay un proyecto para que cada hotel cinco estrellas tenga nuestros vinos en sus cartas, aunque no se llevó a cabo”, cuenta y sintetiza: “Cada uno se las tiene que arreglar solo”.

Leonardo Ortiz, sommelier que trabaja con viñateros de la provincia, explica que “para vender un producto, el cliente lo tiene que conocer”. Por eso, además de asesorar a los viñateros, recorre ferias barriales y turísticas vendiendo las botellas. La congruencia de la expertise técnica con el marketing del producto y el valor agregado del enoturismo son el combo para hacer atractiva y rentable la producción de vinos en Entre Ríos. En eso se trabaja en coincidencia con el Ministerio de Turismo de Entre Ríos y los actores privados.

 

El enoturismo y las burbujas

 

La idea que comparten los miembros de AVER es que no pueden solo vender vinos. Por eso trabajan en proyectos de enoturismo. Bodegas como BordeRío o Vulliez Sermet tienen una estructura que les permite hospedar visitantes y brindar un servicio más completo. Pero viñedos artesanales, como Los Teros, en el acceso norte de Paraná, también ofrecen visitas guiadas en donde se puede recorrer la plantación y la planta de elaboración. En este caso es una finca de una hectárea “con uvas tintas, con Malbec y Syrah, y blancas con Chardonnay”, cuenta Julia Lugrin, una de las titulares del emprendimiento. “Los costos que manejamos los elaboradores pequeños son muy altos, entonces nos es más favorable la venta directa en las mismas fincas o en ferias. Si no, como con cualquier producto artesanal, es muy difícil competir”, explica.

A la pregunta sobre con qué vinos puede destacarse Entre Ríos, hay coincidencia en todas las consultas. Por las características del clima, más que del suelo, la opción parece estar orientada a los vinos tintos jóvenes, principalmente de la cepa Tannat. Una uva tinta originaria del suroeste de Francia que logró un desarrollo interesante en Uruguay, un país que si bien tiene un suelo bien distinto al entrerriano presenta un clima similar. De este modo, podríamos tener vinos parecidos. Claro que el aprendizaje es lento. Si bien hay plasticidad para la creatividad de los enólogos e ingenieros agrónomos, la naturaleza solo permite una cosecha y, en consecuencia, una prueba por año. No se puede ir más rápido que los ciclos de la vida.

La otra opción, en la que también hay coincidencia, es la posibilidad de elaborar espumantes. Sobre ellos, Lugrin dice que “en la elaboración de espumantes se puede usar fruta no tan madura y eso nos favorece, porque si esperamos la cosecha hasta bien entrado febrero o ya en marzo, es una época muy lluviosa y corremos el riesgo de perder en la calidad de la fruta”. Cuenta, además, que “si bien se pueden hacer espumantes con diferentes varietales, el Chardonnay como tal es un varietal muy plástico, muy dócil, que permite hacer diferentes cosas. Permite un espumante, un vino joven y ligero y admite crianzas más largas en madera. La opción del Chardonnay está dada porque es una planta muy dócil y noble que se adapta bien a nuestro suelo”.

Vulliez destaca “el Marselan, que no es tan conocida, y el Tannat, que se está conociendo un poco más y en Mendoza no sale tan rica como acá”, especula con orgullo de viñatera y agrega: “Son cepas que hay que hacerlas conocer”. La vicepresidenta de AVER explica que “en Entre Ríos salen muy bien los blancos, porque son de regiones húmedas, como esta, y no tan frías. Por eso tenemos buenos espumantes, que se hacen con Chardonnay. También Sauvignon Blanc, Viognier, Albariño”.

Centurión recuerda que “se habló del Marselan como una cepa que puede andar bien acá. Pero los que sí anda bien con seguridad son el Chardonnay, el Merlot y el Tannat”. A la pregunta sobre a qué apostaría, dice: “Yo, particularmente, pondría el acento en hacer espumante de Chardonnay. Si empezara desde cero, haría más Chardonnay, porque está comprobado que sale bien el espumante”. Con humildad, omite el relato descriptivo, pero deja que el líquido haga lo suyo. A la temperatura justa, descorcha una botella de espumante de Chardonnay elaborado por él bajo las reglas del método tradicional. Las burbujas, finas por cierto, se sienten en la nariz pero no molestan, algo difícil de lograr. Acidez que perdura, afrutado y de color amarillo opaco, que a la luz del sol de esa siesta de invierno permite imaginar destellos de la mañana de verano en que fueron cosechados los racimos.

Ortiz tiene especial aprecio por el Sauvignon Blanc del sur entrerriano y coincide, aportando elementos de juicio técnico, en que la potencia del vino entrerriano está en las cepas blancas, por el clima. Este sanjuanino explica a cualquiera que le pregunte sobre las bondades o no de las botellas que expone en las ferias que “si bien el clima es parecido en todo el territorio provincial, hay diferencias dependiendo de si las plantaciones están más cerca o más lejos del río o más en el centro de la provincia; o si las viñas están implantadas en suelos calcáreos”. Sabe que desde esos detalles mínimos del terruño pueden aportarse características distintivas y en eso trabaja: convenciendo a productores y consumidores respecto de la necesidad de probar todo y respetar cada copa “porque hay trabajo humano, hecho con humildad y esfuerzo”.

Así, con trabajo y dedicación, los vinos entrerrianos, sean espumantes o tintos jóvenes, adquirirán, sin perder la sutil complejidad de lo bello, características propias del suelo heterogéneo que forma, con el sol y las lluvias, nuestra patria.