–¿A qué se parece Rodolfo Walsh? –pregunta y se pregunta Jorge Ricardo Masetti, en una de tantas noches de insomnio en La Habana, mientras lo ve entrar a la oficina con ese modo de andar un poco rígido, de pasos cortos y rápidos; con el entrecejo fruncido y los ojos claros engrandecidos detrás de los cristales de miope.
Gabriel García Márquez, que observaba la escena a un costado, se refriega los ojos con ambos puños, en un gesto típico suyo, y enseguida lanza una exclamación:
–Tiene cara de pastor protestante…
–Exacto, pero de pastor protestante que vende biblias en Guatemala –lo celebró Masetti con una idea en la cabeza.
El espionaje ha sido cantera literaria y del cine a lo largo de la historia. Rodolfo Walsh no tenía el aspecto de un espía; estaba lejos de la elegancia que Sean Connery le daría a James Bond, el agente secreto al servicio de su majestad; ni la destreza de Ethan Hunt y ni que hablar de la Alicia Huberman que encarnó Ingrid Bergman para Alfred Hitchcock. Pero García Márquez decía entonces que “su piel era dura y con viejas grietas como el pellejo de un cazador en reposo”.
García Márquez conoció a Walsh en Prensa Latina, la agencia de comunicación contrahegemónica ideada por la Revolución Cubana para desmentir la propaganda del imperialismo. Masetti, que era quien la dirigía, analizaba todo el material informativo que llegaba de otras agencias y una noche, entre los muchos cables, apareció un rollo sin título y con un mensaje largo e incomprensible. A primera vista parecían anuncios comerciales emitidos desde Guatemala. Pero Walsh, que ejercía como jefe de servicios especiales en Prensa Latina, desconfió. Desconfió y se empeñó en descifrar aquel jeroglífico. Después de ochenta días de un trabajo obsesivo y metódico, con la sola ayuda de un manual que había comprado en una librería de viejo de La Habana, consiguió develar el código secreto que exponía una operación estadounidense para invadir Cuba. Aquel teletipo que había llamado la atención de Walsh revelaba toda la operación, desde el lugar donde se entrenaban exiliados cubanos, en una estancia en el norte de Guatemala, hasta el lugar exacto del desembargo, en Playa Girón.
Desde el momento en que Masetti supo el contenido del cable, no pudo hacer otra cosa que idear un plan para introducir a un hombre en la estancia donde entrenaban los mercenarios y la ocurrencia de García Márquez le pareció brillante. Walsh no logró infiltrarse en el campamento, pero el final es conocido.
El secreto es obligatorio en el mundo de los espías. Walsh no lo era y tampoco García Márquez, quien contó esta historia en un artículo titulado Rodolfo Walsh, el hombre que se adelantó a la CIA, que se publicó en la revista Alternativa de Bogotá.
El capricho de Perón
Los espías son los mejores custodios de los secretos de Estado. El secreto es la ley primera de cualquier espía. Pero de la construcción de ese secreto participan también los políticos, los jueces, fiscales y con seguridad los policías que suelen realizar las tareas que les encargan los servicios de inteligencia, muchas veces al borde de la ley.
La creación formal de un servicio de inteligencia en la Argentina fue obra de Juan Domingo Perón, en 1946, al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Se inspiró en la CIA estadounidense y el MI-5 británico, que habían sido pensados para el mundo que proyectaba la posguerra.
Perón era un hombre bien informado porque él mismo había actuado como agente de informaciones del Ejército en Chile y unos años después, cuando dirigió el Ministerio de Guerra, organizó un servicio de espionaje dentro del Ejército.
“Históricamente los servicios de inteligencia en la Argentina habían sido un complemento de la lucha política interna. Tenían esa lógica incluso desde las luchas por la independencia en el siglo XIX. Lo que Perón visualiza, a partir de su experiencia como agregado militar en Chile, es la necesidad de tener un servicio de inteligencia orientado a la defensa nacional en cuanto a la tecnología y el comercio; y desde lo político, Perón creó un servicio de inteligencia para visualizar el desarrollo de los países, previsionar lo que iba a pasar en el mundo, ver cuáles eran las potencias del futuro y tener más y mejor relación. Perón hace ochenta años hablaba de China, por ejemplo”, explica a Cicatriz un referente histórico del peronismo que prefiere no ser mencionado.
En lo formal, la nueva Secretaría de Coordinación de Informaciones del Estado (CIDE) fue presentada con el objetivo de centralizar las oficinas de información de reparticiones militares y colocarlas bajo un mando civil. Dependía directamente del Presidente y, según el Decreto Número 337 del 17 de julio de 1946, debía ocuparse de “la centralización y coordinación de un conocimiento integral del Estado a los efectos de aprovechar racionalmente todo el material informativo”. Sin embargo, durante el peronismo, el organismo siempre estuvo dirigido por militares.
Pero en los hechos, Perón nunca desdeñó de la idea de tener una policía secreta que fuera capaz de detectar con rapidez y determinación a sus enemigos internos, que no eran pocos, y por eso la extensión que adquirieron los servicios de inteligencia en todas las provincias argentinas.
Por otra parte, si bien uno de los objetivos de la CIDE era concentrar las actividades de inteligencia, ese propósito nunca fue cumplido, sino que coexistían otros organismos con fines específicos, como la División de Informaciones Políticas, que se centraba en actividades anticomunistas y sindicales; y la oficina de Control del Estado, que era un órgano originalmente creado para controlar la corrupción de los funcionarios, pero que en realidad se dedicaba a identificar opositores dentro de la administración pública, según reconstruyó la historiadora e investigadora del Conicet Marina Kabat en un artículo titulado El peronismo, los orígenes de la SIDE y de la “maldita policía”, en el que analiza documentos públicos y archivos secretos que han sido desclasificados y se encuentran en el Archivo General de la Nación.
Carpetazo
Efectivamente, el Estado policial tenía su complemento: un Estado burocrático que registraba y dejaba por escrito el accionar de los servicios de inteligencia.
Un histórico dirigente radical, fallecido hace unos años y que en esa época era un joven militante, conservaba una carpeta que ha sido exhumada del fondo de un cajón y trae a la superficie una historia que palpita en papeles amarillentos mecanografiados con prolijo esmero sobre el espionaje vernáculo.
En la portada, con una solapa que el tiempo ha desteñido, se lee “Nómina de los dirigentes y oradores opositores que actuaron en la campaña pre-electoral del 25 de abril de 1954 – Distrito Entre Ríos”, con un rótulo que cataloga el informe como “secreto” y un sello del Partido Peronista. En el interior se sucede una lista interminable de nombres de dirigentes radicales, comunistas, socialistas, gremialistas, empresarios, comerciantes de la provincia, catalogados como enemigos del movimiento peronista y con una descripción rudimentaria de sus actividades públicas. El documento exhibe el sello en relieve del escudo del Partido Peronista en cada folio y un encabezado con una enigmática frase de Perón convertida en apotegma: “Todos sean artífices del destino común, pero ninguno instrumento de la ambición de nadie”.
El hallazgo casual de aquel documento, y que el propio protagonista había mantenido invisible, emerge como una cápsula del tiempo y revela lo que parece un secreto de los burócratas.
Pero para entender su contenido es necesario capitular hacia atrás.
El 4 de junio de 1952 Perón asumió su segundo mandato sin vicepresidente: el radical Juan Hortensio Quijano, “un hombre sin biografía”, como solía decir de sí mismo, su compañero de fórmula y que también lo había sido en el primer gobierno, falleció a los pocos meses de haber sido reelecto.
Nada hacía prever que durante 1954 hubiera elecciones nacionales para elegir vicepresidente. Habían transcurrido tres años y no parecía haber ninguna necesidad urgente por cubrir esa vacante. Las elecciones legislativas estaban previstas para el año siguiente, de manera que el interrogante se hace evidente: ¿por qué se necesitaba un vicepresidente? De hecho, el gobierno postuló al contralmirante Alberto Teisaire, quien ocupaba en aquel entonces el cargo de presidente provisional del Senado y era el primero en la línea de sucesión presidencial.
Una respuesta posible es que se buscó aprovechar la popularidad del Gobierno para convocar a elecciones, plebiscitarse y cubrir el cargo con alguien que virtualmente ya lo ocupaba, en un contexto en el que la situación económica general del país no era tan favorable por las malas cosechas producto de la sequía; la baja de los precios en el mercado internacional; la inflación y el congelamiento de salarios, que habían aumentado considerablemente en el período anterior.
En lo político, se habían agudizado las tensiones con la oposición y las acciones conspirativas de militares, grupos abiertamente antiperonistas, miembros civiles de los partidos políticos e integrantes de una resistencia católica creciente frente a los ataques del Gobierno.
Sin embargo, la campaña electoral se desarrolló en un clima de relativa calma, con incidentes menores, algunos ataques en actos peronistas y radicales y furibundos enfrentamientos dialécticos donde el peronismo trató de ganar votos basándose en su obra de gobierno y la oposición intentó seducir a los ciudadanos criticando al gobierno y sus formas de ejercer el poder.
En Paraná, El Diario, que ya estaba bajo el unicato de Arturo J. Etchevehere, descargó toda su potente artillería a favor de Crisólogo Larralde, el candidato radical (lo presentaba como “un hombre de pueblo”), y con un marcado odio hacia el peronismo. “Si el peronismo demostraba una marcada intolerancia a las críticas, llegó un momento en el que El Diario no ahorró recursos para denostar a su oponente político”, escribió el periodista Jorge Riani en su libro El imperio del Quijote. El encono se cimentaba en las 14 clausuras del matutino y las varias detenciones que sufrieron algunos de sus directores durante el peronismo.
Era tal el odio que Teisaire, el candidato peronista, no fue mencionado ni una vez en las páginas de El Diario durante toda la campaña electoral. Era como si no existiera. Ni siquiera cuando ganó las elecciones se mencionó su nombre: Conócense resultados parciales de los comicios realizados en el país, tituló el matutino al día siguiente de las elecciones que finalmente consagraron a Teisaire como vicepresidente.
En todo ese mes de abril, El Diario dedicó amplísimas coberturas a los actos de campaña del radicalismo. Larralde estuvo el 2 de abril en Paraná, en un acto que se realizó en la Plaza 1° de Mayo, donde fue recibido por “una ovación entusiasta” y “pronunció luego un vigoroso discurso” que fue publicado por entregas en los días sucesivos. Allí se refirió a Perón, aunque sin mencionarlo, como “ese hombre, ese ciudadano, revestido con los arreos militares (que) revolvió como quiso la República”.
Ese día lo acompañó Arturo Frondizi, que era entonces presidente del Comité Nacional de la Unión Cívica Radical, quien pronunció un discurso en el que dio señales sobre ciertos mecanismos de control a la actividad política que ejercía el peronismo: “Nosotros no estamos jugando a partidas escondidas dentro de la vida política de la República. Nosotros sabemos que el Gobierno está estudiando la posibilidad de descubrir alguna conspiración o cosa que se parezca antes de las elecciones para impresionar a la opinión pública. Por eso nosotros decimos aquí nuestros planes, para ahorrarle planes al Gobierno en materia de políticas. Que sepan ellos por la palabra del presidente del partido, qué es lo que vamos a hacer los radicales, y que no le hace falta vigilarnos y que cuando el radicalismo a través de sus organismos decida tomar el camino de la revolución, no va a necesitar andar averiguando”.
Pero los servicios de inteligencia buscan información, un tipo específico de información que ayude al Presidente a tomar decisiones, pero también que le permita conocer quiénes son sus aliados y quiénes son sus enemigos. Y esa información, ahora y antes, se guarda en carpetas, como esa que guardaba en un cajón aquel viejo radical.
En ese informe “secreto” elaborado seguramente por los servicios de inteligencia aparecen los nombres de los más activos dirigentes radicales que participaron de aquella campaña y algunas personas catalogadas como “influyentes” dentro de su círculo de militancia, principalmente en Paraná, pero también aquellos “oradores que ocuparan la tribuna radical” en el interior de la provincia. Se leen los nombres del entonces diputado nacional Carlos Humberto Perette, su hermanos Francisco Perette, José María Garayalde, el periodista Alfredo Salcerini, que era corresponsal de La Nación en la provincia; los jueces Alberto Chort, Edmundo Reula, Amaro Maiztegui y Héctor Eugenio Ardoy, este último ex vocal del Superior Tribunal de Justicia (STJ); el reconocido docente Filiberto Reula; el joven estudiante Luis Agustín Brasesco, que por entonces era empleado del estudio jurídico de Eduardo Laurencena, que había sido uno de los fundadores de El Diario en 1914, gobernador de Entre Ríos y a quien los informantes consideraban “el líder indiscutido del radicalismo en la provincia”.
El informe no menciona entre los investigados a Arturo J. Etchevehere, pero sí aparece su cuñado, el ingeniero Raúl Levene, “con quien comparte diariamente”, dice. Allí se presenta a Levene como entonces director de Obras Públicas de la Municipalidad, “un elemento nefasto para el movimiento” y cuenta que el día de la visita de Larralde a Paraná “sacó un camión de la repartición para prestárselo a los radicales”.
Otro nombre vinculado a El Diario que se menciona es el de Raúl Lucio Uranga, de quien se destaca que “recorrió el país con los dirigentes metropolitanos Larralde, Frondizi y otros en la última campaña electoral”, pero nada dice de sus arrestos por motivos políticos que, no obstante, no lograron atemperar las críticas hacia el peronismo. También aparece el abogado Jorge Ferreira Bertozzi, subdirector de El Diario cuando Uranga era director.
También Eduardo Rodríguez Vagaría, electo diputado provincial por el radicalismo. En su caso, resulta inquietante que en la descripción que se adjunta en la carpeta se menciona que “más datos se consignaron en la nómina de candidatos que sostuvo el partido radical”, lo que hace presumir que hubo otros informes similares.
Los nombres se suceden página tras página con una descripción básica y breve, no exenta de valoraciones ideológicas, sobre actividades conocidas por todos. ¿Acaso alguien desconocía que Perette era “un abogado de prestigio en el foro local”? Sin embargo, entre los dirigentes de primera línea se cuelan nombres de comerciantes más o menos conocidos, como José Gazzano, a quien se presenta como dueño de un “almacén de ramos generales en los suburbios de la ciudad y en donde se realizaron varias reuniones radicales en las postrimerías de la campaña electoral”; y dirigentes deportivos a quienes se les enrostra su participación política y que los clubes a los que representan hubieran recibido subsidios estatales. También médicos que se desempeñaban en hospitales públicos, aportantes a la causa radical, empleados estatales, militantes señalados como “enemigos” del peronismo, uno tildado de “saboteador solapado del movimiento peronista”, otro apodado como Flaco Perette, “por cuanto los doctores Perette y otros dirigentes radicales, como así también los miembros de la Juventud Radical, lo usan en circunstancias difíciles y en trabajos de audacia” (sic); y otros militantes de quienes se menciona que han sido procesados “por desacato al Presidente de la Nación” y “por agraviar la memoria de la Jefa Espiritual de la Nación”.
Del mismo modo aparecen dirigentes del Partido Comunista, en su mayoría de extracción sindical y con apellidos de origen judío: Adolfo Kaplún; Julio, Ernesto, Fernando, Manuel y Martín Suksdorf, que tenían un taller mecánico por su cuenta; León Schujman; Miguel Schnitmann, “activo militante, infiltrado en el Centro de Empleados de Comercio” (sic); Ambrosio Giménez, “jubilado de los Ferrocarriles Urquiza”; y Félix Ortiz, de quien “más datos se consignan en la nómina de candidatos pues lo fue a diputado provincial suplente”.
Es un misterio cómo y cuándo aquel informe que se presumía “secreto”, llegó a manos de un dirigente radical, pero exhibe el modo en que el Gobierno involucró a los servicios de inteligencia en el espionaje a la oposición.
Los hechos muestran que no había en esos informes un poder represivo; se presume, por el contrario, que el insumo principal del que se valían los servicios para la confección de esas carpetas con información básica y elemental eran los diarios y sus propios militantes; aunque también es probable que se hubiera involucrado a la Policía de Entre Ríos y agentes de organismos públicos, teniendo en cuenta algunos datos más sofisticados que constan en la carpeta, como la dirección de algunos lugares de reunión, relaciones sociales y comerciales e incluso los montos de aportes a la campaña.
Un ex legislador entrerriano que integró durante más de una década la comisión bicameral de control de los organismos de inteligencia en el Congreso Nacional no reniega del espionaje interno y lo explica de la siguiente manera a Cicatriz: “Siempre es importante saber quién financia a un adversario político y quién financia a cada uno de los dirigentes políticos; el país tiene que tener ese conocimiento, saber si un dirigente está financiado por capitales internacionales o por intereses locales porque eso lo puede llevar a ejecutar políticas públicas en beneficio de esos intereses. Lo que pasa es que en un país deformado culturalmente como la Argentina, a la rastra de las cuestiones positivas de inteligencia van otras inferiores que tienen que ver con la búsqueda de las miserias de los opositores políticos para su difamación”.
Perón fue derrocado por un golpe cívico-militar el 16 de septiembre de 1955 y la autodenominada Revolución Libertadora convirtió al organismo de inteligencia en una agencia de persecución del peronismo. Del peronismo y del comunismo, como exigía el mundo occidental de esos tiempos, azuzado por la CIA.
La dictadura, además, creó una infinidad de comisiones investigadoras para recibir denuncias e investigar al peronismo; se secuestraron documentos de oficinas públicas y domicilios privados, se prohibió al peronismo y se tomaron testimonios que desacreditaran al Gobierno derrocado. La historiadora Kabat expone uno de ellos que es particularmente revelador porque describe a pie juntillas el concepto que tenía aquel informe “secreto” que cayó en manos del histórico dirigente radical. Walter Mario Pereyra, un hombre de confianza de quien era jefe de la CIDE, aseguró que en esos años se elaboraban boletines dirigidos al Presidente, a los ministros, a la CGT, a la esposa del Presidente y al Partido Peronista. Eran informes confeccionados con información del interior, sobre datos que aportaban distintas delegaciones de la CIDE, jefes de las policías de provincia y jefes de correos, entre otros.
Los plumas de acá nomás
El entrecruzamiento de la política con los servicios de inteligencia es permanente y trasciende los tiempos y los gobiernos. De Perón a las dictaduras, de radicales a peronistas, de conservadores a progresistas, los servicios de inteligencia han sido históricamente un complemento de la disputa política.
También ha sido así en las provincias.
Durante la década de 1990, tras el derrumbe de la Unión Soviética, hubo una reestructuración de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) y una orientación a la investigación de las grandes bandas del narcotráfico. La agencia, que tenía entonces a la mayoría de sus activos operando en el exterior, se volcó al trabajo interno e institucionalmente la SIDE comenzó a tejer vínculos con el sector de poder que más perturbaba al Gobierno: la justicia.
Con los años, los organismos de inteligencia, con las diferentes nominaciones que se les fue dando, también habían ido perdiendo presencia territorial en las provincias. “En el interior terminan los tipos que han sido castigados, que fueron al exterior y fracasaron, y la información que producen no es tan buena ni eficiente. Pero, ¿qué hacer con alguien que tiene un montón de años en el servicio y un conocimiento muy importante que muchas veces lo perturba? Hay que contenerlo de alguna manera, por razones de seguridad, principalmente”, admite el ex legislador antes mencionado. “En general, cuando se requiere de un tipo de información determinada, se conforma una brigada diferente donde participan tipos de la zona a los que nadie identifica como agentes para saber qué va a pasar en un puente o en un corte de ruta. A esos se los llama plumas, porque vuelan por el aire, que hacen una barrida, levantan información y se la transmiten al coordinador para que haga un primer informe”, agrega.
Lo que hubo entonces fue una suerte de privatización del espionaje, a través de agencias contratadas de manera solapada o mediante servicios paraestatales.
En el año 2000, el entonces gobernador Sergio Montiel contrató a la firma Kroll Associates, que se presentaba como “la agencia de detectives más importante del mundo”, aunque en todo el globo era conocida como una especie de “CIA privada”.
La contratación se hizo de manera directa bajo el argumento de que los servicios que se le requerían debían prestarse “con reserva y confidencialidad” y al pie del documento estampó su firma el CEO de la agencia en América Latina: Frank Holder, un ex integrante de la Agencia Central de Inteligencia estadounidense.
Montiel quería tener su propia agencia de inteligencia, pero carecía de estructura para montarla y por eso se fijó en Kroll Associates.
Según el convenio, a la agencia se le encomendaba “la tarea de capacitación en investigación y prevención del fraude y corrupción administrativa para personal de la Policía de Entre Ríos, de la Contaduría General de la Provincia y la Fiscalía de Estado, como así también el análisis de la situación funcional, administrativa y financiera de organismos provinciales”. En los hechos, Kroll Associates había sido contratada para investigar al gobierno de Jorge Busti, antecesor de Montiel.
El escándalo no tardó en estallar públicamente y el propio Busti denunció una campaña de persecución en su contra. Y así fue: la prensa publicó una investigación pretendidamente independiente que sostenía que el ex gobernador tenía una cuenta no declarada en el Banco de la República Oriental del Uruguay y que en los últimos meses de su gestión había recibido depósitos por casi 300 mil dólares. Busti lo negó, la justicia nunca probó que esa cuenta existiera realmente y la noticia se diluyó de los medios.
En 2006, una investigación de la misma agencia Kroll Associates, con Frank Holder a la cabeza, puso en jaque al gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva en plena campaña para su reelección. La opositora revista Veja publicó un informe en el que se revelaba que Lula tenía dinero en cuentas bancarias en paraísos fiscales. El Presidente brasileño fue reelecto y aunque estuvo al borde del juicio político, la justicia no encontró la dichosa cuenta. Ni siquiera lo hizo el juez Sergio Moro, que años después persiguió, condenó y encarceló a Lula, pero apenas le atribuyó un departamento que ni siquiera era suyo.
De Montiel a Urribarri
El negocio del espionaje sigue siendo el de mantener el secreto. Y también el de la política. En esta nueva época, el gran insumo de los espías ya no lo brindan los agentes de calle sino las interceptaciones telefónicas.
Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero todos presumen, presumimos, que alguien está escuchando en algún lugar. Dirigentes políticos, jueces, fiscales han dejado de hablar por teléfono o se comunican a través de WhatsApp o Telegram, que no pueden ser interceptados.
En el año 2014, un grupo de abogados penalistas de Paraná denunció que tenía la sospecha de que se les habrían intervenido los teléfonos “a los fines de conocer las conversaciones que pueden mantener con sus defendidos”.
Las interceptaciones de las comunicaciones se realizaban, según dijeron, desde una oficina ubicada en inmediaciones de la Casa de Gobierno y de la Jefatura Central de Policía. Para hacerlo, se habrían utilizado sofisticados equipos Gatewate y Ubiquiti que tenían la apariencia de que eran para brindar internet en oficinas gubernamentales. Gatewate es un dispositivo conocido como “puerta de enlace”, configurado para que desde una computadora conectada a una red local se pueda acceder desde una red exterior; Ubitiqui es un aparato que, a través de un software, permitiría interceptar llamadas conectándolo a una computadora portátil.
¿Quién espiaba y quiénes eran los objetivos? Es difícil saberlo, aunque abundan sospechas. ¿El Poder Judicial? ¿Abogados críticos? ¿Periodistas? ¿Sindicalistas? ¿Intendentes? ¿Dirigentes de la oposición? ¿Funcionarios del gobierno?
La idea de que periodistas, dirigentes políticos, jueces o fiscales son espiados es un hecho que todos asumen como cierto aunque nadie lo dice en forma explícita. Y, por supuesto, nadie quiso investigar. Tampoco hablar por teléfono.
Algo parecido le sucedió a un ministro durante la gestión de Sergio Urribarri como gobernador. No estaba a gusto y se sentía más afuera que adentro de la administración. Eso de algún modo le soltaba la lengua. Y era una buena fuente. Una tarde invitó a un periodista a su despacho en Casa de Gobierno y hablaron un buen rato. Dijo cosas que habrían sido inconvenientes si se publicaban en su boca y era notable el silencio que invadía la escena cada vez que ingresaba el mozo con el café u otra persona ajena al despacho. Cuando el periodista se fue, el funcionario recibió un llamado de alguien que no se identificó pero le hizo escuchar una grabación de esa charla. Si ninguno de los dos había grabado, como se perjuraron, un tercero lo hizo quién sabe para quién.
Los espías más famosos del cine suelen enfrentarse a villanos psicópatas, generalmente procedentes de países conflictivos; no faltan mujeres atractivas, una trama intrigante, situaciones de pura tensión, pero ante todo el carisma del personaje. Es probable que los espías vernáculos sean menos glamorosos, pero al final de cuentas eso poco importa en el mundo real.