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▪ Ensayo ▪

El palacio y las clases

Las disputas de poder del último tiempo pusieron de relieve una institucionalidad estropeada por sus propios agentes. Peleas palaciegas en torno a la impunidad y el martillo de la justicia que cae sobre los más débiles. A continuación, un cuadro sobre las relaciones entre la política y el Poder Judicial que ilustran el modelo de sociedad que nos cobija.

Por: FEDERICO MALVASIO

El palacio y las clases

Ilustración: Santiago Moreyra

El punto de quiebre definitivo en el seno del Poder Judicial –sobre todo en la jurisdicción de Paraná, donde se maneja la botonera y se escenifican los intereses– se produjo con un hecho inesperado: la destitución de la procuradora adjunta. Cecilia Goyeneche se había convertido en una figura estelar durante los primeros años de los gobiernos de Gustavo Bordet y Mauricio Macri, cuando la corrupción pegó un salto estrepitoso desde la prensa al Ministerio Público Fiscal. Este organismo judicial, que había logrado autonomía presupuestaria y funcional, quedándose con el monopolio de la investigación y la persecución penal desde la reforma constitucional de 2008, no se planteaba avanzar con temas delicados para las terminales de poder en Entre Ríos. La política, básicamente.

Goyeneche había logrado hacerse interinamente de la etiqueta de fiscal anticorrupción, un cargo que no se ha concursado y que el propio procurador desmerece cada vez que opina que se pueden investigar perfectamente los delitos contra la administración pública sin esa estructura que también fue incorporada en la nueva Constitución.

La causa de los contratos truchos en la Legislatura aparece como el hecho más escandaloso en materia de corrupción. No por el sistema a través del cual se fraguaba dinero público mediante contrataciones a personas que no brindaban ninguna contraprestación, sino por la forma en que un montón de gente se enteró del modo en que se financiaba la política. Toda la política. Fue suficiente que un recaudador se olvidara de tomar los mínimos recaudos y se encerrara en un cajero con 20 tarjetas bajo una cámara de seguridad y un policía en la puerta, como sucedió ese 20 de septiembre de 2018, para que todo estalle por los aires. Se dice –con cierta lógica– que lo primero que pensaron los investigadores fue que se trataba de una estafa a jubilados que habían depositado su confianza en una persona para la extracción de sus haberes. Lo cierto es que una cadena de allanamientos dio inicio a la novela que se ha revelado y narrado en todo este tiempo y que dejó en evidencia un desfalco de 1.100 millones de pesos entre 2008 y 2018.

Por primera vez un sistema pensado para el financiamiento ilegal de la política, pero que hace varios años alimenta enriquecimientos ilícitos personales, prendió la alarma en Casa de Gobierno, donde la relación del peronismo con el Poder Judicial fue de buena a muy buena en los 40 años de democracia. Precisamente porque ese partido fue el que lo moldeó en el período de la post-dictadura. Y lo sigue haciendo.

Goyeneche vio en la causa contratos truchos una plataforma para posicionarse en el centro de la escena en un contexto en que la corrupción era kryptonita para la política. Avanzó sin detenerse en las relaciones históricas a uno y otro lado de la plaza Mansilla, cuyo jefe directo, el procurador general Jorge Amílcar Luciano García, es un interesante exponente de toda esa casta.

Dos años antes García le había tirado una soga a Sergio Urribarri en una denuncia por enriquecimiento ilícito. Había una parva de información contra del ex gobernador almacenada en un disco rígido que lo llevaba a él, a funcionarios de su gobierno y a parte de su familia a un cadalso judicial que indefectiblemente daría lugar a otras investigaciones, como finalmente sucedió. García propuso encapsular lo que había en ese dispositivo hallado en un allanamiento en una de las imprentas de Juan Pablo Aguilera, edulcorar la evidencia y firmar un acuerdo por cuatro años de prisión para el cuñado de Urribarri. Aguilera se convertiría en el único depositario de una condena por negociaciones incompatibles con el ejercicio de la función pública y, a cambio, todos los demás serían beneficiados con la absolución en todos los delitos que asomaban. Una oferta que no merecía ni siquiera ser evaluada por lo conveniente que parecía. Pero Urribarri la rechazó de plano, tal vez porque entendía que la política lo salvaría, como había hecho con otros, y que entonces no era necesario apelar a los servicios prestados por García, con quien había mantenido una fina relación durante sus dos mandatos como gobernador, entre 2007 y 2015.

Hace unos meses la Cámara de Casación Penal confirmó la condena de Urribarri a ocho años de prisión e inhabilitación absoluta y perpetua para ocupar cargos públicos; seis años y medio para Aguilera y otro tanto para el ex ministro Pedro Báez. Y en el Ministerio Público Fiscal habitan otras causas derivadas de aquella primera que tienen el nombre del ex gobernador en la carátula.

Los servicios de García también habían sido prestados a otro ex presidente de la Cámara de Diputados, en este caso el mandamás de la Unión del Personal Civil de la Nación (UPCN), José Ángel Allende, quien se disponía a llegar a un acuerdo en varias causas. La más importante era por enriquecimiento ilícito. Debía reconocer su culpabilidad y perdería parte del patrimonio mal habido. La negociación se filtró en la prensa, lo que no debía ocurrir, y no tardaron en aparecer críticas públicas sobre las bondades del acuerdo. Hubo que dar marcha atrás. García esperó un par de años, que el tiempo hiciera lo suyo, y propuso un acuerdo similar que recibió críticas del mismo tenor. Un tribunal de juicio lo rechazó porque suponía un decomiso de bienes inferior al enriquecimiento reconocido por el gremialista.

Volvamos a Goyeneche. La doctora, como buena parte de la primera línea del Poder Judicial, sabía de estos acuerdos que se cocinaban en la cúspide del Ministerio Público Fiscal. Estuvo al tanto de todas las ofertas promocionales que hacía su jefe inmediato.

Con la causa de los contratos, sin embargo, se fascinó y vio en ella una escalera mecánica que podría depositarla en la cumbre: ser la sucesora de García. En el camino, ignoró la dimensión de las relaciones de su jefe y la historia del poder que integra; apostó a un pleno. Pero de pronto se encontró con un problema que decidió resolver impunemente. Fue en el preciso momento en que allanó uno de los estudios contables donde se administraban los contratos truchos. Se trataba de un buffet que su marido había integrado como socio y lo tenía como habitué. A partir de allí comenzó el derrumbe para la doctora todopoderosa y, peor aún, también para la causa de corrupción más importante desde el retorno de la democracia en la provincia. La procuradora adjunta pidió prisión preventiva para todos aquellos que fueron allanados y quedaron bajo sospecha, menos para los integrantes del estudio al que había pertenecido su marido. El dato pasó inadvertido en medio de tanta tensión en aquellas jornadas de octubre de 2018, pero con el correr del tiempo el público pudo verificar que no era un detalle menor. No iba a ser ese el único inconveniente para Goyeneche. En la misma investigación que lideraba apareció ella misma como socia en dos propiedades con uno de los socios del estudio investigado, el contador Pedro Opromolla. La información no surgió de un carpetazo de servicios de inteligencia, sino del propio Ministerio Público Fiscal, cuando se dispusieron embargos sobre los bienes de las personas imputadas en la causa. Luego llegaron fotos de vacaciones compartidas por Goyeneche y Opromolla y otros elementos que confirmaron que había entre ellos una estrecha relación. Recién ante el escándalo irreversible la doctora dio un paso al costado.

La causa de los contratos implicaba, casi por obviedad, imputar a los presidentes de las cámaras legislativas del período bajo investigación. Pero eso no ocurrió. Quedaron afuera con la promesa del procurador García que habría una especie de segunda temporada en la que sí se avanzaría contra “los de arriba”. El martillo de la justicia no perdona a los de abajo.

Mientras todo eso sucedía, se cocinaba la maniobra político-judicial más fenomenal que se conozca en Entre Ríos: sacar la causa de la jurisdicción provincial para que pase al ámbito federal, en rigor, electoral. Con esa operación se pretendía juzgar semejante desfalco como un delito electoral, que prevé sanciones extremadamente más livianas que las imputaciones atribuidas en la jurisdicción provincial. El plan fue ejecutado por las principales espadas parlamentarias de las dos coaliciones: Miguel Ángel Pichetto (Juntos por el Cambio) y Leopoldo Moreau (Frente de Todos). También gente de confianza de Sergio Massa acercó propuestas que terminaron con un fallo unánime de la Cámara Nacional Electoral haciendo lugar a la pretensión de los abogados defensores. Allí se abrió una puerta hacia un camino concreto: la impunidad. La última palabra la tendrá la Corte Suprema.

Mientras tanto, los abogados Rubén Pagliotto y Guillermo Mulet, que se habían hecho un festín con las denuncias contra Urribarri, ahora le apuntaban a Goyeneche por no haberse apartado al inicio de la investigación de los contratos, al punto de convertirse, bajo ese prisma, en sospechosa de encubrimiento.

Disputas

El Jurado de Enjuiciamiento decidió abrir una investigación sobre la conducta de la procuradora adjunta por posible mal desempeño en sus funciones al no haberse apartado en la investigación donde uno de los imputados era amigo personal de su marido y socio de ella en dos propiedades. Ese fue el otro episodio que motivó, quizás, la disputa palaciega más densa de los últimos 20 años en la provincia.

Goyeneche vio en el organismo que debía juzgarla una unidad básica del peronismo integrada por vocales del Superior Tribunal de Justicia (STJ) asociados con el Gobierno y se autopercibió como víctima de una persecución. Lo más interesante es que hasta el momento de su tropiezo, a la doctora no la había alterado ese justicialismo favorecido por los acuerdos invaluables que ofrecía su jefe, y de los cuales ella estaba al tanto.

La ex procuradora adjunta se hizo de una fenomenal cobertura mediática local, pero sobre todo nacional, que la puso en un pedestal. Tenía el micrófono abierto para decir lo que quisiera, con el plus de no recibir una sola repregunta que la incomodara. Instaló la idea de que era una perseguida política, a pesar de que su denuncia había surgido de la misma pluma que antes hizo lo propio con Urribarri y Aguilera. Teniendo en cuenta la estructura que se le puso a disposición, es posible concluir que el discurso de Goyeneche no prendió en la política con la profundidad que se esperaba. Llegó a tener trabajando en su imagen y discurso al reconocido publicista porteño Carlos Fara, que ha prestado servicios para los principales líderes de la Argentina. Gustavo Bordet está convencido de que toda esa parafernalia fue costeada por Mauricio Macri. Es posible, teniendo en cuenta los apoyos nacionales que se ventilaron: desde el halcón del PRO Waldo Wolff hasta la presidenciable Patricia Bullrich; a la vez que se sucedían encuentros de Goyeneche con dirigentes del PRO local. Se reunió, por ejemplo, con Rogelio Frigerio. Una vez en la casa del diputado provincial Esteban Vitor y otra en el lobby del ex Hotel Mayorazgo, acompañada por el juez Marcelo Baridón. También mantuvieron reuniones en la Ciudad de Buenos Aires. El otro dato que alentó la teoría que Macri podría estar detrás de la escudería de Goyeneche fue el apoyo que recibió de Las Mabeles, un grupo de señoras de Buenos Aires que se trasladó hasta Paraná para apoyarla durante las audiencias ante el Jurado de Enjuiciamiento. Las Mabeles surgieron hace más de una década bajo el nombre de Equipo Republicano y luego mutaron como la rama femenina de Revolución Federal, cuyos integrantes están siendo investigados por el atentado a Cristina Fernández de Kirchner. Mientras todo esto sucedía, Bordet bajó la orden de que en el oficialismo nadie interviniera ante los ataques que la entonces procuradora adjunta lanzaba casi en cadena nacional.

Goyeneche logró forjar un grupo de fiscales y magistrados para dar una pelea mediática. Quienes se encolumnaron detrás suyo al inicio del proceso que terminó en su destitución firmaron documentos de apoyo explicitando un frente judicial dispuesto a todo. La disputa se trasladó a la Asociación de la Magistratura y la Función Judicial de Entre Ríos, que en 2022, después de muchos años, fue a una elección con dos listas. En la contienda salió derrotada la lista que impulsaba Goyeneche, que el día de votación estuvo fiscalizando para su estructura predilecta.

Luego fue el turno del Consejo de la Magistratura. El fiscal de Concordia José Arias, identificado con Goyeneche y uno de los que se puso al frente de las movilizaciones de fiscales, otro hecho novedoso en la historia entrerriana, emprendió una batalla de denuncias e impugnaciones tendientes a trabar el concurso para cubrir los cargos de la Fiscalía Anticorrupción. Este frente judicial ve en ese organismo asesor en la designación de magistrados una guarida del STJ.

El enfrentamiento de Goyeneche con integrantes del STJ es una continuidad de la disputa de años entre su jefe, García, y Daniel Carubia, integrante de la Sala Penal. Ambos se detestan desde hace décadas y eso ha tenido repercusiones en fallos y procesos que terminaron intoxicando el servicio de justicia.

Justicia de clase

En el palacio de justicia explotó recientemente una bomba que debería encuadrarse en esa pelea entre un sector de la Sala Penal, en rigor, Carubia; y el Ministerio Público Fiscal.

Con los votos de Carubia y Claudia Mizawak se anuló el juicio que había concluido en una condena a prisión perpetua para Jorge Julián Christe, acusado por el femicidio de Julieta Riera en Paraná. Los vocales dijeron que hubo serias afectaciones al derecho de defensa y vicios en la tramitación del proceso, tales como la incorporación en el juicio de elementos de prueba que no pudieron ser controlados por la defensa. El juicio se llevó adelante ante un jurado popular, tuvo una notable publicidad y allí se pudieron observar en detalle todas las herramientas a las que apeló la defensa para intentar evitar la condena. Sucede que Christe es hijo de la ex jueza Ana María Stagnaro, condición que lo puso en otro lugar. Caído el juicio, el joven se hizo en días de una tobillera que le permite gozar del beneficio de la prisión domiciliaria en la casa de su madre. Otros esperan meses para obtener el dispositivo que a Christe le dieron enseguida.

Unos días antes la misma Sala Penal concedió la prisión domiciliaria a Gustavo Rivas, condenado a 23 años de prisión por ocho cargos de abuso sexual a menores de edad en Gualeguaychú. Los fundamentos de aquella decisión fueron aportados por Carubia. Rivas, de 77 años, es abogado y hace un tiempo fue condecorado como ciudadano ilustre. En su caso, Carubia dijo que “la concesión del citado beneficio no está condicionada a ningún otro requisito más que a la comprobación de la edad del condenado”. Su criterio es que los jueces tienen la potestad “para disponer la modalidad domiciliaria de cumplimiento de la pena privativa de libertad a los mayores de 70 años de edad, sin requerimiento de otra u otras condiciones”.

Es curioso que unos meses antes, frente a una situación similar, Carubia le había negado el beneficio del arresto domiciliario a José Raúl Grantón, condenado a 16 años de prisión por homicidio en ocasión de robo a un productor agropecuario. Grantón es un changarín de 72 años que ha pasado más de la mitad de su vida en la cárcel. También pidió cumplir la condena en su domicilio, pero el criterio de Carubia fue diametralmente opuesto al que luego utilizaría para Rivas. Dijo Carubia: “El tópico etario por sí solo y automáticamente no es motivo suficiente para otorgar la prisión domiciliaria”. Y agregó: “Es clara la letra legal al disponer que el juez ‘podrá’ disponer el cumplimiento de la pena mediante detención domiciliaria, la cual debe evaluarse considerando la concreta posibilidad de fuga del imputado, lo que la aleja de toda otra forzada interpretación”.

En el caso Rivas, Carubia había aludido a la “condición sociocultural” (sic) del abogado y ciudadano ilustre. Nada de changarín.

En diferentes trabajos, Eugenio Zaffaroni, ex ministro de la Corte Suprema, ha demostrado que en las cárceles del mundo están aquellas personas que responden “al estereotipo social” que una sociedad ha construido y, en el caso argentino, son “los adolescentes de los barrios pobres”. Las estadísticas abonan esos postulados. Hacia finales de 2021, el 50,3 por ciento de los individuos privados de la libertad en cárceles entrerrianas tenía 35 años o menos; el 26,6 por ciento no había completado la escuela primaria, el 3,2 por ciento no había pasado nunca por el sistema educativo, el 88,7 por ciento no había completado la escuela secundaria, apenas el 1,4 por ciento había cursado estudios terciarios o universitarios y había apenas nueve profesionales con título universitario.
El texto que llegó a su fin se propone reflexionar sobre el rumbo de las democracias débiles y el funcionamiento de las instituciones cooptadas por castas de clase que reproducen ciudadanías de baja intensidad.

 

(Nota publicada en la edición impresa agosto/septiembre de 2023)