No siempre fue así, dicen. No siempre fue un estigma ser de Anacleto Medina, ese barrio que evoca con su nombre a un soldado uruguayo de los Blandengues de José Gervasio Artigas.
Hay fronteras, hay “otros” dentro mismo de la ciudad de Paraná. Soy fulano, fulana, de Anacleto Medina es venir de lejos aunque haya unas 20 cuadras hasta el centro.
También hay fronteras dentro mismo del ejido del barrio. “Arriba” y “abajo” son indubitables indicadores para los vecinos. Barreras geográficas, económicas, sociales, culturales. Arriba hay trabajadores municipales, empleados de comercio, remiseros, policías, algún docente; abajo (literalmente abajo, porque salir es subir una empinada cuesta de casi 100 metros) hay desocupación, mucha, hay trabajadoras en casas particulares, hay beneficiarios del Plan Potenciar Trabajo que cumplen funciones en comedores, huertas, roperos comunitarios, hay los que hacen changas y quienes viven del cirujeo.
No siempre fue así. La “mala fama” llegó a fines de la década de 1990 y en unos años, entrado el nuevo siglo. Llegó el estigma alimentado por la noticia policial que no demoraba en circular por toda la ciudad. Las noticias hablaban de unas bandas enfrentadas que dirimían sus asuntos a los tiros, que asolaban la vida en comunidad. El estigma llegó y se pegó a las calles y a los cuerpos en un barrio que ahora ya respira tiempos más tranquilos, un barrio que sin embargo carga con su cruz.
“Somos los negros de Anacleto”, supieron los vecinos de tantas veces que se los dijeron. El estigma se adhirió a la historia, a las vivencias de allá abajo y también allá arriba. Arriba, Anacleto Medina Norte; abajo, Anacleto Medina Sur, partida en dos la memoria del soldado uruguayo de Artigas.
Partido en dos como su trayectoria militar, que lo tuvo a los tumbos, siendo parte del ejército de Francisco Ramírez y habiendo rescatado a La Delfina; formando luego con Justo José de Urquiza, con Ricardo López Jordán, contra los porteños; pero también con José María Paz, Juan Lavalle o la Campaña del Desierto, militares y “gestas” que consolidaron el poder central en la Argentina.
Pobre Anacleto, viejo, casi ciego, con 83 años, confundió la tropa enemiga con la propia, cayó prisionero y fue ejecutado en julio de 1871.
Los vecinos no se confunden. Saben bien lo que supone presentarse como gente del barrio. Saben quiénes son “ellos”; quiénes, “nosotros”. Entienden los sustentos del estigma, intentan rebatirlos y a veces pasa, pocas veces, pero por estos días pasa, que las ganas de cambiarle la cara al barrio y a uno mismo se adueñan de las calles y del espacio público en Anacleto. Pasa por estos días, en torno a un equipo de vóley, Polideportivo Anacleto Medina (PAM).
Arriba, abajo, un mapa cruzado por calles que evocan a los pueblos originarios, los chanás, guenoas, mocoretá, timbúes, beguaes, minuanes, nombres que indefectiblemente el GPS pronuncia mal. Unos tras otros los pueblos originarios, allá abajo, más abajo, hasta que se despliegue la vista majestuosa del río en la Costanera Oeste, que es tan bella y que dicen que aun así, nadie visita. Si hasta a una de las calles que desemboca en el río la taparon el monte y los baches.
Cierto es que cada tanto hay arrebatos, que hubo un caso de trata, que se encontró un cuerpo calcinado allá donde termina el barrio y ya no hay nada. Cierto es que duelen muertos muy jóvenes. Que el narcomenudeo deriva en violencia, emprendedurismo breve, vidas segadas demasiado pronto. Es cierto.
Hace un par de meses, no más, los colectiveros cruzaban “la frontera”, subían al mando del 3, del 7, y advertían a los medios locales que no llegarían más hasta la plaza del sur si la Policía no les garantizaba seguridad. Es cierto.
El estigma se adhiere a las calles, a los cuerpos. Y ya los de arriba no bajan, ya los de abajo se miran de reojo, ya la fuerza policial se autoriza a complicar una y otra vez la salida del barrio en todos los caminos y los puentes hacia el centro de Paraná.
No siempre fue así. Hay mujeres de Anacleto que recuerdan con nostalgia las salidas en grupo para ir a bailar, las vueltas tardes, a pie, entre amigos, a principios de la década de 1990. “Nunca pasaba nada. Nadie nos miraba mal”, cuentan.
Diversidad de origen
La memoria del barrio se remonta a fines de la década de 1960. Las primeras casitas, arriba, muy pocas, se levantaron cuando “acá no había nada”. La traza de las calles era la que iba insinuando el paso incesante de la gente en piso de tierra.
El asfalto llegaba hasta San Agustín. Todo llegaba hasta San Agustín, el populoso barrio que hoy sigue siendo el que está un escalón más arriba en las arraigadas representaciones sociales.
Algunos de los recién llegados venían del campo, de la zona de Paraná Campaña, de las aldeas del departamento Diamante. Otros vecinos llegaron para guarecerse de la inundación de sus precarias viviendas en villas cercanas. Hubo quienes accedieron a un mejor nivel de vida construyendo en terreno con escritura, dejando atrás paredes de chapa y plástico en tierra ajena. Abajo también se fue poblando. Los dos Anacletos y los barrios aledaños, Gaucho Rivero, Santa Rita, San Jorge, Padro Kolbe.
Noemí vive hoy en la casa que construyeron sus padres siendo muy jóvenes, a fines de la década de 1960. Alta, rubia, piel bien blanca, nieta de inmigrantes alemanes, Noemí cuenta que su padre llegó desde Aldea Salto (Diamante). “Empezó a trabajar en la portland. Arrancó hombreando bolsas, terminó de capataz. Compró este terreno y acá hizo su casa para vivir con mi mamá”, cuenta la mujer que nació allí, arriba, que creció en torno a un gran almacén de ramos generales que regenteó por años su familia. Recuerda bien la preocupación “cuando vino mucha gente a vivir allá abajo”. Noemí minimiza la estigmatización de su barrio, entiende que puede pasarle a otras zonas de la ciudad, relata su vida en un vínculo continuo con el resto de Paraná, con motivos de su vida escolar, sus amigas, porque hacía deportes en clubes del centro.
Su hijo, en cambio, entiende bien de qué se trata ser vecino de Anacleto. Se llama Tiago, es periodista, hijo de periodista, nacido en el barrio en 1997, tiempos en que la noticia policial parecía teñir para siempre los imaginarios en torno a esta zona, en el oeste de Paraná. Marcado de origen, se dedicó a “policiales” en varios medios y hoy tiene su portal de noticias en el género. En su trayecto como estudiante de Comunicación Social tomó a su barrio desde otros costados, en trabajos académicos que hoy enriquecen su oficio cotidiano. Se ocupó, por ejemplo, de fundamentar el cumplimiento imposible de la cuarentena estricta en Anacleto Medina, en 2020. Expuso allí la realidad del barrio, se refirió a las órdenes no escritas del personal policial en la zona, dijo sin vueltas cómo el escenario del confinamiento sirvió para “meter presión” en la barriada.
“El barrio está conectado por dos puentes, el Puente Blanco y el Eva Perón. Si no, te queda salir por calle Galán”, dice y marca en un mapa los accesos para graficar la situación a Cicatriz. “Después de las ocho de la noche, y en el marco de los operativos de motos, sí o sí te paran. Si sos un negrito del Anacleto, del Paraná XVI, es difícil salir. Tengas o no antecedentes, te van a verduguear, te van a hacer esperar para nada. Cuesta. Porque la orden es clara. Hay que controlar a los negritos”, resume Tiago, que sabe porque vive en el barrio pero además porque habla todos los días con personal policial. Que mejor no lleguen al centro, que no jodan. Así llega la orden al oeste de Paraná. La zona incluye varias vecinales, aunque los límites para imponer el control coincidan más bien con la jurisdicción de la Comisaría Novena, la casa azul de calle Facundo, arriba.
“Eso debe pasar en todos los barrios, no solo acá”, interviene Noemí, intentando barrer verdades demasiado duras. “No sé, mami. Yo vivo en Anacleto y acá pasa. Todos los días”, enfatiza el joven volviendo a enfocar en la situación que denuncia.
El Estado no solo está presente con las fuerzas de seguridad. La provincia sostiene el Centro de Salud Humberto D’Angelo, escuelas primaria y secundaria en las inmediaciones, en Gaucho Rivero, y la de educación integral Celia Ortiz de Montoya. El municipio está presente con el jardín maternal Abejitas; el Salón de Usos Múltiples (SUM) y una sala de velatorios. La iglesia no pierde terreno y tiene sus mojones en las capillas San Martín de Porres y San Francisco de Asís; la escuela primaria pública de gestión privada San Antonio María Gianelli y la secundaria de gestión social Pablo de Tarso. Los católicos tienen además el centro de día Virgen de la Esperanza; y le pisa los talones la Iglesia Evangélica Asamblea de Dios (1).
Un remate contra la tristeza
¿Transforma uno la vida golpeando contra el cielo una pelota blanca? En principio no. Pero en Anacleto sucede, sí, que hay vidas que se transforman con la rutina estricta de entrenamiento duro, cada tarde, a partir de las 18.
El Polideportivo Anacleto Medina nació y creció a pura voluntad. El marido de una vecina se ofreció para entrenar en vóley a un grupo de mujeres jóvenes y así empezó la magia. Se arrimaron hijas, hijos, parejas y se le fue dando forma a las distintas categorías, en torno a una camiseta negra y amarilla.
Los entrenadores son voluntarios, vecinos del barrio, a los que se prometió el pago de una cuota mensual que a veces sale, a veces no. Ventas de tortas, rifas, plata del bolsillo hacen el resto mientras se espera un auxilio económico de alguna repartición del Estado para comprar equipamiento elemental: una red, pelotas para que puedan entrenar varias categorías a la vez, indumentaria.
Mini vóley, para niños de 6 a 10 años; Juvenil femenino, de 11 a 20; Juvenil masculino inicial, de 11 a 18; Masculino avanzado, de 19 a 30; Nivel B femenino; Maxi vóley femenino, para las mujeres de más de 30 y sin límite de edad.
Una tarde de febrero, las jugadoras de Maxi vóley demoran un rato el entrenamiento en la plaza. Cuentan a Cicatriz cómo fue que llegaron a hacer de PAM un desvelo apasionante, cotidiano, sostenido con esfuerzo físico, emocional, económico. Cuentan también del estigma, la marginación, la marca pegada a los cuerpos, esa marca con la que carga Anacleto Medina y que se les hace visible, como en espejo, cada vez que los equipos llegan a los distintos clubes de la ciudad, siempre con la hinchada más numerosa.
Gladys, Belén y Marita, de 40, 35 y 50, son hermanas. Hijas de una familia que primero vivió arriba, en lo que hoy es la sede de la “novena”; y después abajo, frente a la plaza donde estamos. “Aquella es mi casa, ¿ves? Casi en la esquina. Hace más de 50 años que mis viejos vinieron acá”, señala Gladys.
“Hablen chicas”, impone Belén. Se cuenta lo que se puede. Después, que hablen los silencios.
“A mí me sirvió un montón ocupar la cabeza en el vóley, ocupar la cabeza en algo. Siempre la misma rutina te satura. Yo tengo 20 kilos menos. Antes me salían mal las cosas, comía; me faltaba plata, comía; me enojaba, comía. Ahora juego al vóley”, resume la mujer sobre el impacto de esos encuentros potentes con las vecinas con las que antes, con suerte, cruzaban un saludo.
Belén limpia casas ajenas sin descanso, durante todo el día. Limpiaba, porque desde que juega al vóley reservó las tardes para el vóley. “Estoy más unida con mis hijas, ya no solo compartimos los retos, las tareas, el orden de la casa. Ahora compartimos el equipo. Estoy más buena, más tolerante, no peleo tanto”, se ríe.
“Esta es inaguantable”, interviene Gladys, bromeando. “Estamos tratando de entendernos, de conocernos. Ella, mi hermana, no salía nunca, a ningún lado”, dice y expone a Marita, sin vueltas: “Es cierto. Yo decía, estoy gorda, no voy a correr, me van a mirar mal. Solo preguntaba cuándo jugaba la Cele, mi sobrina, y venía a ver. Un día me puse a jugar”. Superó el desprecio de su marido que la acusa de “ir a buscar machos”. Y lo superó bien: ahora además integra un equipo de fútbol, con vecinas de un barrio aledaño.
Confiesan estas mujeres que hubo “mucho tereré, mucho venir a mirar, ver qué pasaba, qué onda que había gente en el poli”. Antes de entrar a la cancha, casi siempre hubo un marido que se quejaba.
Rosana tiene 39 y su hija, Brenda, de 24; también juega en PAM. Brenda tenía reclamos. Terminó por separarse: “Yo soy PAM a morir”, cuenta como si hubiera optado. Rosana fue a la Gianelli, como la mayoría. “Muchas nos conocíamos de la escuela, pero no sabíamos nada de la otra, ningún contacto”. Recuerda sin embargo otro momento en que algo, de repente, convocó a los vecinos a salir de casa, a dejar de mirarse de reojo, a reunirse: “Fue cuando nos quisieron sacar la línea de colectivos de El Pingo. Ahí sí, también, el barrio se unió, estuvimos más cerca”.
Mientras algunas hablan poco, otras hablan un poco más; adolescentes, niñas y niños, hijos, nietos dan vueltas alrededor de las integrantes de Maxi. Arrumacos de un amor nuevo a unos metros; patines, peloteo, corridas de los más chicos antes de arrancar la práctica.
“Me arrimé cuando empezaron mis hijas. Yo decía, ya tengo treinta y pico, no me da. Pero las ganas me podían. Encontré dando vueltas acá a las chicas. ¿Y si hacemos un Maxi? Y ahí arrancamos”, dice Rosana, y se autoriza a disfrutarlo: “Yo ya me dediqué a mis hijos. Ahora me dedico a mí un rato”.
Cambiar el barrio
Tuti viene de otro barrio, de la zona de la cárcel, todos los días a jugar en PAM. “Una amiga me invitó y acá estoy. Cuando decía ‘me voy a jugar a Anacleto’ me miraban como que había enloquecido. Está bueno porque hoy somos una gran familia. A mí me trataron re bien siempre, aunque no fuera de acá, me abrieron los brazos”.
El tema no es llegar. El asunto es salir, en equipo, a los clubes de la ciudad: “Nos preguntan, ‘¿de dónde son?’, ‘de Anacleto’. Y te miran como diciendo ‘toda esta negrada de Anacleto’. Es que nos miran mal y encima llevamos a los hijos, a los amigos, todo el barrio va a alentar a PAM y te miran de mala manera”.
Intercambian distintas opiniones respecto de cuándo y cómo fue que el estigma se apoderó del nombre de sus calles. “Para mí, fue cuando se tiroteaban los gurises de arriba con los de abajo. Yo era chica”, interpreta una y otra avala: “El barrio quedó muy sucio”.
–¿Que puede aportar PAM para cambiar esa imagen?
Belén: Y, mirá, en la categoría masculina de los chicos, hay algunos que tienen graves problemas de adicción. Yo te digo, a uno de esos chicos no lo he visto con ese problemita en ninguna práctica. Y hoy está integrado a PAM con nuestros chicos. Este equipo es una manera de salir de todo eso, de contener.
Gladys: Imaginate, los gurises llegan de la escuela y enseguida están pensando en no llegar tarde, en entrenar, en pasar dos o tres horas en el poli. Es un despeje, una salvación.
Brenda: Es un motivo, ¿no? Una meta que ahora tienen como grupo. Son muy unidos estos chicos.
Belén: Mucho más que nosotras.
Insisten en pedir apoyo. ¿Cómo hacer un torneo, cómo invitar a otros clubes a llegar a Anacleto, sin equipamiento, sin lugar físico ni baños químicos? “¿Una vez nos podrán dar una mano?”, reclama Tuti.
Alguna vez. Y mientras tanto, sigue la magia del contacto, del encuentro, del esfuerzo por la camiseta amarilla y negra, la camiseta del Polideportivo Anacleto Medina, así, sin vueltas.
Son alrededor de 40 mujeres y 20 varones. Vuelven tarde a veces, después de los partidos, en colectivo. “Cargamos las tarjetas y para no tener que tomarnos dos coles, si venimos de Gazzano, por ejemplo, nos subimos al 8. En Acebal y Don Segundo Sombra nos deja”. Juntos, los 20, los 40, a veces los 60 vecinos de PAM que se lucieron en la cancha o en la hinchada. “Arrancamos a caminar, bajamos todos juntos, las diez cuadras hasta acá. La Policía nos mira de reojo, no entienden la fiesta. Y si alguno tiene parlante, ni te cuento. Es hermoso, impagable”. PAM, un remate certero, bien de frente a la tristeza y la impotencia.
(1) Crónicas despolicializadas: Crecer, matar y morir en el oeste de Paraná. Trabajo de tesis de la Licenciatura en Comunicación Social (UNER), de los periodistas Ramiro García Valentinuz y José Amado.