Un muchacho asoma por un pasillo que abre paso al barrio Paraná V. Es morocho, curtido; aparenta unos treinta y tantos años, aunque podrían ser menos. Lleva puesto un equipo de gimnasia con algunas manchas de cal, una gorra negra con la visera hacia atrás y carga una mochila sobre sus hombros. Camina rápido, ansioso, casi arrastrando a un niño, tal vez su hijo, que se tambalea prendido de su mano. Apenas cruza el umbral del pasillo, lleva su mano libre a un bolsillo y extra algo. Por un momento, apenas segundos, suelta al niño y mientras ambos cruzan la calle el tipo abre un pequeñísimo papel y se lo lleva a la nariz, aspira y camina unos pocos pasos antes de desplomarse sobre sí mismo contra un paredón que hace una ochava en la esquina que hermana las calles nombradas por los intendentes Brugo y Forzano.
Son las dos y pico de una tarde pretendidamente otoñal en Ciudad Paisaje.
En la calle hay dos chicos que patean una pelota de vereda a vereda. Ninguno percibe a ese muchacho que acaba de pasar al lado de ellos, o acaso lo convierten en paisaje, en una escena tan común como la salida del sol cada mañana.
El pasillo es testigo mudo de un ir y venir permanente que abre las puertas a un laberíntico monoblock de casas iguales, indescifrables para cualquiera que venga de afuera. Paredón de por medio, el pasillo divide al barrio de la Escuela Número 197 Héroes de Malvinas, a la que asisten, con sus vidas a cuestas, casi todos los chicos que habitan los monoblocks y alrededores.
Un viernes común y corriente, un chico que tendría 10 u 11 años que asiste al turno tarde de la escuela primaria dejó como souvenir en el baño una bochita de marihuana y un cigarrillo. Nadie lo supo entonces. Se enteraron el lunes siguiente, cuando dos compañeros se lo contaron a la maestra, fueron al baño y ahí estaba.
La escuela está rota. El contrato educativo, por llamarlo de algún modo, se ha quebrado.
Esa docente, que aquí llamaremos Verónica, le dice a Cicatriz que “Paraná se parece a un pueblo suelto que anda buscando su identidad, como en un trance permanente de crear una nueva”. La describe pintada de ocre en su decadencia. “Es que a los niños, niñas y jóvenes que viven en barrios vulnerables no les preocupa el asunto de la identidad; crecen en la desesperanza de sus padres sin trabajo y son víctimas de esa ruptura generacional”, razona.
Algo está cambiando
La expansión del narcotráfico en la Argentina parece una certeza que nadie se anima a discutir. Sin embargo, y más allá de las percepciones, no es sencillo respaldar esa sentencia con datos: no hay estadísticas ni relevamientos que permitan diagnosticar este fenómeno, comprender sus alcances y mucho menos conocer cómo se está produciendo esa transformación en las ciudades.
Entre Ríos tiene una dinámica que está planteada por sus límites geográficos y características territoriales. Si bien Argentina ha dejado de ser un país de tránsito para pasar a ser un país productor, Entre Ríos no lo es, sino que recibe la droga por tierra, por agua –la hidrovía es un punto ciego– y por aire. No es tampoco una plaza atractiva de consumo para las grandes estructuras, sino que se mantiene como una provincia de paso. Hace unos años se repetía un axioma no escrito según el cual la droga caía desde el norte; ahora se sabe que el flujo es bidireccional, de norte a sur y de sur a norte; y también hacia el este. La lógica es sencilla: los narcotraficantes tienen una mercadería que ofrecer y tratan de ubicarla donde está el cliente.
Las redes de comercialización de droga están organizadas por clanes familiares, son estructuras más bien desformalizadas, con un funcionamiento dinámico que implica que los roles pueden ser intercambiables e ir mutando según las necesidades. No hay que descartar en ese esquema el factor económico, es decir, familias que hacen del comercio ilícito su estrategia de sobrevivencia; en vez de tener una despensa, tienen un kiosco de droga. Hace un tiempo ya que la verticalidad construida en el imaginario social a través del cine o las series televisivas ha dado paso a organizaciones horizontales, más bien caóticas y que funcionan como en compartimentos estancos o células.
La lógica del negocio, como cualquier rubro comercial, es garantizar el flujo de las sustancias reduciendo el stockeo, pues ello implicaría asumir riesgos mayores en una actividad que se sabe ilícita. Que la droga no esté quieta, que circule. Tal vez eso explique por qué no se producen hallazgos de esos que generan impacto mediático, como camiones durmiendo en la ciudad o en tránsito por las rutas entrerrianas. O puede suponerse que los transportistas han aprendido a sortear los controles.
Paraná, la ciudad capital, fue noticia nacional hace unos años por la condena de su intendente, Sergio Varisco, por vinculaciones con el narcotráfico; pero principalmente porque atestigua una transformación en la relación entre “los narcos” y “la política” que antecede aquel escándalo.
Una hipótesis posible de esa transformación tal vez haya que buscarla en un corrimiento de la política de los barrios populares a partir de la implementación del modelo neoliberal que elevó los niveles de pobreza y marginación a valores inéditos y derivó en el que se vayan todos.
En ese trastoque emergieron los movimientos sociales como un nuevo actor en la disputa por la hegemonía territorial frente a la política tradicional. Las nuevas formas de organización, los medios de comunicación y la emergencia de las redes sociales se combinaron como factores de corrimiento de la escena de los punteros o su reconversión.
La militancia política ha sido sustituida en los barrios: en la actualidad, el comité de acción política, del partido que fuera, es regenteado por quienes organizan al mismo tiempo el tráfico y comercialización de drogas, y el puntero habilita el ingreso seguro y fluido de los candidatos a los barrios y seccionales cuyo dominio territorial es detentado por los líderes de las organizaciones narco. Es esa organización con poder zonal la que permite a los candidatos realizar caminatas y acciones de proselitismo, y la logística en los días de elecciones se diseña en forma conjunta.
Aquello que sobrevoló en los tribunales es una realidad en los barrios. La estrategia desplegada por Daniel Celis en la zona oeste de Ciudad Paisaje, como parte de un acuerdo con un sector político, es ratificado por un referente de una organización social como una práctica extendida en los barrios periféricos: “Antes estaba naturalizado que la gente recibía unos mangos junto con la boleta y ahora pasó a la bolsita de cocaína por el voto. Eso lo vimos en los últimos procesos electorales: aparecían algunas personas mandadas por alguien, que no sabemos si era el puntero de tal o cual candidato, que traía la boleta y adentro tenía una bochita de cocaína; eso nos abrió los ojos respecto de que la droga se ha metido muy fuerte en los barrios”, apuntó el dirigente.
El mundo real
Hacia el este, entre Francia y Circunvalación, yendo como para el Mercado Concentrador El Charrúa, está emplazado el barrio 4 de Junio. Allí el proceso de urbanización está en marcha a través de una cooperativa de trabajadores de la economía popular y con la colaboración del Movimiento Evita.
Hace un año, los vecinos se organizaron para realizar tareas de desmalezado, limpieza de basurales, construir veredas y cordón cuneta. Pero en el camino hubo roces.
Hasta antes de la pandemia mandaba un tal Tacuara, que organizaba la venta de drogas, regenteaba un kiosco a distancia y dirimía a los tiros cualquier interferencia que tuviera el negocio. La vida era un infierno: balaceras que se repetían a cualquier hora, entre personas jóvenes de distintas bandas que querían tomar el control de la zona; familias atrapadas en la violencia o empujadas a irse del barrio y ceder sus viviendas a los narcos u otras que se marchaban voluntariamente y sus casas eran intrusadas.
La llegada de referentes territoriales del Movimiento Evita provocó un quiebre. “Hasta ese momento, cada vez que intentábamos hacer algo en el barrio aparecía una persona que trababa las cosas y ponía a todos con el rótulo de narcos”, le cuenta a Cicatriz un vecino que peina canas y aparenta haber visto más de lo que quisiera recordar. “Hasta que un día decidimos juntar fuerzas para echarlos”, agrega.
Apenas empezaron las obras, apareció el alcahuete de Tacuara para hacerles notar su presencia. Solo eso. No hubo problemas en esa primera etapa, en la que se definieron los mecanismos de intervención y ejecución de los trabajos, que consistirían en la construcción de veredas en el barrio. Los conflictos estallaron cuando llegaron las máquinas retroexcavadoras, manejadas por obreros que no vivían en el barrio, coordinados por una cooperativa de trabajo y respaldados por una organización social que le daba visibilidad a lo que se estaba haciendo. Una noche, el transa amenazó a un grupo de vecinos, les dijo que no entraría nadie más al barrio, que se iba a podrir todo. Lo que pasó entonces fue que la acción organizada de los vecinos terminó expulsándolo y, al poco tiempo, el mismo Tacuara, que resultó ser empleado municipal, cayó preso.
No muy lejos de ahí, pero al otro lado de avenida Almafuerte, está el barrio Los Hornos, donde el Movimiento Barrios de Pie activaba un merendero durante la pandemia. Lo sostenían, principalmente, mujeres y asistía a unas 70 familias; hasta que tuvieron que mudarse. “Se produjo una disputa territorial con alguien que tenía un kiosquito muy cerca de donde nosotros teníamos el merendero. Primero tuvimos experiencias de roce porque en los horarios en los que funcionaba el comedor no podía vender sin exponerse; hasta que sobrevinieron amenazas para que se cortara la actividad, hubo armas de por medio y decidimos mudar a las compañeras a la otra punta del barrio para protegerlas”, dice un referente de la organización.
“Sabemos que en la mayoría de los barrios hay estructuras de este tipo, con características propias en cada zona, aunque no sepamos dónde están”, cuenta otro dirigente social.
En la zona oeste, en los barrios San Agustín, Mosconi, Anacleto Medina, Humito, Gaucho Rivero, donde hay mayores niveles de informalidad laboral, los tipos de organización son más complejos y los movimientos sociales sostienen merenderos, comedores comunitarios, centros educativos y espacios recreativos en un marco de convivencia con “el narco”. “Ellos no se meten con nosotros, nosotros no nos metemos con ellos”, dicen.
Pero no hay una linealidad en eso. En los códigos del barrio, los jóvenes sienten que se ganan el respeto desde el lado del más fuerte; y quien detenta el poder, garantiza el orden y asegura un reconocimiento e identificación propia, es “el narco”.
Hacia el otro lado, en los barrios Hijos de María, La Milagrosa, Municipal, Vairetti, Lomas del Mirador, donde la mayoría de los trabajadores asalariados son empleados estatales que no están bajo las reglas de la economía popular, hay en cambio una naturalización de la venta y consumo de drogas. Los vecinos los conocen, los reconocen, luchan por cambiar esa estructura, hasta que se resignan.
En 2015, soldaditos que respondían a Pancho La Vaca se enfrentaron a piedrazos y tiros contra policías de la Comisaría 12, en plena siesta. Francisco Pereyra, tal como nació Pancho La Vaca, es un puntero que en otros tiempos ofrecía sus servicios al mejor postor: al peronismo o al radicalismo, según como soplaran los vientos políticos, alimentando sus propias aspiraciones. Lo hacía a los tiros, como presidente de la comisión vecinal o desde un merendero que de día servía la leche con facturas a los chicos del barrio y a la noche se convertía en una suerte de kiosco donde le vendía drogas a los mismos gurises. En ese escenario, los vecinos, apenas sobrevivían.
Pero aquel episodio le dio visibilización al reclamo desesperado que venían haciendo los vecinos desde hacía tres años, y obligó a Pancho La Vaca a una especie de exilio. Al poco tiempo volvió y hace unos meses, en abril, fue detenido. En su casa tenía cientos de bolsitas de cocaína listas para la venta y un grafiti en la pared: Pancho V 2023.
En los barrios donde predominan los asalariados se debate sobre la necesidad de avanzar hacia una legalización del consumo; en los barrios populares, en cambio, se reclama casi desesperadamente dar una guerra sin cuartel. Son las paradojas de un gato al que nadie sabe cómo hacer para ponerle el cascabel.
En lo que coinciden los dirigentes sociales que patean los barrios es que “el factor ordenador, ante la ausencia del Estado, terminan siendo ellos, porque quienes plantean las condiciones, los que imponen las reglas del juego, son ellos”. Es dramático. Y es aterrador.
La escuela es también un escenario desde donde dar la batalla. “Es muy difícil que los chicos aprendan cuando pasaron la noche escuchando disparos; esos gurisitos de los barrios vulnerables a los que la sociedad tilda como futuros pibes chorros crecen sin expectativas, van a la escuela para poder comer, hasta que un día no van más y después los ves fumando, aspirando poxirrán u otras porquerías al otro lado de la ventana”, cuenta entre lágrimas una maestra de una escuela primaria de Paraná que a lo largo de los años ha sufrido amenazas, perseguimiento, broncas y ha visto a tantos de sus alumnos “retroceder en sus valores por esa falta de expectativas. Crecen sabiendo que tienen una vida corta: que caen en cana o mueren”.
De la periferia al centro
El narcotráfico se ha ramificado a lo largo y ancho de la geografía paranaense en forma transversal, especialmente en las barriadas populares; ahí los kioscos funcionan como una especie de mercado a cielo abierto y las drogas se venden como caramelos.
Esta dinámica ha hecho que el consumo y la venta se vuelvan incontrolables.
La pandemia produjo un cambio en las formas de comerciar. Nada hace suponer que hubo desabastecimiento. Por el contrario. “No quiero decir que la Policía podía circular tranquilamente, y los camiones penitenciarios, las ambulancias y los servicios esenciales”, advierte con suspicacia un funcionario judicial con muchos años de experiencia en la investigación de las dinámicas del narcotráfico. “En todo caso, la pandemia pudo haber representado un costo mayor de logística para el negocio ilícito, pero no un impedimento”, agrega.
Los repartidores de plataformas, que iban y venían por la ciudad con sus vistosas mochilas en la espalda, se convirtieron en víctimas involuntarias del mismo sistema de explotación que los contrata.
Sentado en un banco detrás de la Facultad de Ciencias Económicas, con el teléfono celular en la mano a la espera del próximo mandando, Sebastián admite a regañadientes que una noche la aplicación de la empresa multinacional para la que trabaja lo envió a entregar un pedido, y en el destino asignado lo sorprendieron con otro encargo:
–Me atendió una chica, no importa dónde, que me dio un envoltorio mediano, me dijo que lo llevara a una dirección equis y que ahí me pagarían.
–¿Y qué hiciste? –le pregunta el cronista, acaso con ingenuidad.
Sebastián no responde. Solo se encoge de hombros con las palmas hacia arriba.
“Son las ventajas que otorga el contexto”, apunta el funcionario judicial.
Un fenómeno interesante es que Paraná, que alguna vez, no hace tanto tiempo, exhibía tasas altísimas de homicidios vinculados a disputas territoriales, venganzas entre bandas y balaceras, parece no tener en la actualidad mayores conflictos.
“Cuando cae algún jefe se produce una lógica disputa territorial por la sucesión, entonces recrudece la violencia, hasta que se vuelve a regularizar. Los sistemas tienen dos tendencias, adaptarse al entorno o autorregularse en su propia complejidad. Este sistema se autorregula y busca un equilibrio para perdurar”, explica el funcionario judicial. Así ocurrió tras la caída de los últimos jefes que tuvo el narcotráfico en la ciudad: Gustavo Barrientos, Gonzalo Caudana, Daniel Celis o emergentes que en algún momento aspiraron a sucederlos, como el Gordo Nico Castrogiovanni, Pokemón Giménez, Cabeza de Fierro (Fabián González), el Negro Siboldi, el Gordo Plástico (Rodolfo Martínez) u otros, cada uno en su zona de influencia.
La caída de los jefes, y algunas situaciones que se ven en la calle, permiten aventurar que el negocio ha entrado en una fase de reconfiguración.
En las fuerzas de seguridad se habla del efecto cucaracha: cuando se tira veneno en la cocina, algunas cucarachas mueren, pero otras huyen y se dispersan. La metáfora sirve para ilustrar que cercando una ciudad, por caso, Rosario, y manteniendo ese cerco durante cierto tiempo, si eso fuera posible, los gerentes del negocio se mudan. ¿Dónde? Donde están los consumidores.
Tal vez eso explique la nueva postal futbolera que se pinta en la zona oeste, en los barrios San Agustín y Anacleto Medina: la aparición repentina de jóvenes vistiendo camisetas de Rosario Central y Unión de Santa Fe que tanto ha llamado la atención a los vecinos.
Entre tanto, y mientras las bandas despliegan estrategias tendientes a ir ganando poder logístico, para regular el negocio está la Policía, dicen los que conocen. La ley provincial de narcomenudeo, vigente desde 2018, le asegura un dominio total del territorio y le permite tutelar o regular la dinámica comercial. Por eso no hay conflictos.
Es un gran como sí: se realizan operativos, hay detenciones, a veces se envían fotos a los medios y el kiosco resurge a la vuelta de la esquina en cuestión de días, como un déjà vu.