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▪ Crónica rockera ▪

Una cofradía alrededor del país

La primera comunidad artística que hubo en la Argentina tuvo a entrerrianos en su integración. Tiempos turbulentos y de cambios en el mundo le dieron el marco a la formación de la mítica Cofradía de la Flor Solar. En esta crónica, Cicatriz le da voz a sus protagonistas, quienes narran los inicios y el apogeo de un proceso cultural que se inscribió en la historia del rock nacional. Una delicatessen: la estadía de la banda en Bajada Grande y el encuentro con Linares Cardozo.

Por: Zero Cool

Una cofradía alrededor del país

Por Jorge Villanova

 

Hacia 1969 el movimiento hippie mundial había demostrado su pretensión de ser más que una moda pasajera. Los jóvenes venían a interrumpir el reinado adulto de una vez y para siempre. El festival de Woodstock fue eso, el pináculo del flower power y representó, paradójicamente, el inicio de la decadencia del hippismo. Medio millón de personas creían en lo mismo, pero no podían articular nada, ni lo pretendían tampoco. La fuerza interior, la libertad, el sentimiento de amor a la naturaleza, esa especie de anarquismo antisocial, antisistema, no transmutó en un movimiento político.

La década de 1960 fue la ruptura, The Beatles, los barbudos del Caribe, la minifalda de Twiggy, la pastilla anticonceptiva, el LSD y los autores de la generación beat. Jack Kerouac, William Burroughs, Allen Ginsberg. El redescubrimiento de Hermann Hesse, Simone de Beauvoir, el feminismo y el boom de la literatura latinoamericana. Los discursos encendidos de Malcolm X y el sueño inconcluso de Martin Luther King. Todo estaba por hacerse, el futuro era joven. Soñar lo imposible y concretarlo.

En Argentina pasaban otras cosas. Pasaban presidentes, por ejemplo. Con Juan Domingo Perón en el exilio y su movimiento prohibido, las fichas del dominó político eran inestables. Las influencias externas asustaban, y mucho; tanto que el sistema político puso un comisario con bigotes de morsa para intervenir universidades, clausurar revistas y prohibir besos enamorados en las plazas. Pero ya había sonado La Balsa en las radios y con mucha madera el movimiento –exótico, ajeno, despreciado– comenzaba a navegar y a hacerse fuerte con una identidad local.

La historia oficial dice que fue en el baño de la Perla del Once. Gracias a los revisionistas del rock sabemos que empezó una década antes y en todos los rincones del país. En los pueblos y ciudades del litoral, del norte profundo, de la cordillera y del mar. Allí también surgieron cuerpos emancipados y espíritus conmovidos por esa actitud de libertad. “Todo esto no solo salió de la mítica Cueva de Pueyrredón, cuyo carácter bohemio la ha convertido en una supuesta cuna suprema del rock nacional. Lo cierto es que ni Pappo, ni Spinetta ni yo fuimos nunca a La Cueva, porque éramos menores y no podíamos entrar. Tampoco Kubero, Manija ni Morcy, oriundos de Nogoyá y miembros de la inigualable Cofradía de la Flor Solar, principal grupo de la psicodelia argentina, pasaron jamás por allá ni fueron a La Perla”, nos dice Claudio Gabis.

En Entre Ríos también surgieron de a poquito esos pioneros que se animaron a dejarse crecer el pelo y a vestirse de colores. La provincia conservadora, al parecer, no lo era tanto y el aislamiento insular no surtía efecto. Los Teen Tops llegaban del norte, Los Iracundos invadían por el oriente. En Rosario aparecían Los Gatos Salvajes. The Beatles penetraban por todos lados y resquebrajaban la máscara. Ciudades como Gualeguaychú, Paraná, Concepción del Uruguay y Concordia observaban a sus criaturas movilizadas por la música, por los nuevos tiempos. El interior de la provincia era atravesado como el río, eran atravesadas también –y le robamos el canto al inmortal poeta de Gualeguay– Basavilbaso, Tala y Nogoyá. Tenían lo suyo y empezaban a proclamarlo. Y a esto queríamos llegar.

Los Grillos

En el imaginario popular se fue construyendo y consolidando la idea que Entre Ríos era una provincia en la que no pasaba nada desde los tiempos de Ricardo López Jordán y que desde entonces solo se movió al vaivén de las circunstancias nacionales. No es así. “El rock y el blues de la Argentina nacieron en muchos lugares casi al mismo tiempo. Entre Ríos es una región hermosa, fascinante, inspiradora y creativa. Bajo su capa ‘careta’ esconde una rica población compuesta por gente diversa, maravillosa y muy atrevida”, sigue Gabis, descendiente de entrerrianos y uno de los integrantes de Manal. Después de eso, lo único que queda es hurgar y descubrir.

Juan Buiatti, eximio guitarrista de Maciá, hoy radicado en España luego de recorrer el mundo durante 34 años, no puede olvidar a Fausto Herrera, un personaje de Nogoyá que aún anida en su memoria a pesar del tiempo transcurrido: “Yo conocí un muchacho de Nogoyá, de La Cofradía de la Flor Solar, que se llamaba Fausto. Con Traetormentas, un trío con el que hacíamos canciones de Vox Dei y de ese estilo, fuimos a tocar varias veces a esa ciudad. Al cine teatro. Ahí una vez estaba Fausto, uno de los pioneros de La Cofradía, amigo de Kubero, de toda la gente de La Plata, y nos habló un montón de aquella época. Fausto era amigo de un tío mío, con el que había hecho la colimba. Fumaba sus cosas. No era un tipo rebosante en salud, pero sí rebosante de historias. Era un espécimen viviente de todo aquello que significó La Cofradía”.

Fausto Herrera es “un hombre menudo, de cejas muy pobladas, cabello largo hasta la mitad de la espalda, atado y de color gris, tiene su propio ritmo de vida y sus revoluciones menores al del común de los mortales”, escribió el periodista Felipe Díaz, quien lo entrevistó para la desaparecida revista El Colectivo. “En 1966 había una banda en Nogoyá llamada Los Grillos que hacía música propia, formada por Kubero Díaz, Eduardo Manija Paz, Morcy Requena y Carlos Gómez. Todos muchachos de familias trabajadoras de clase media. Al principio de 1967, Kubero, Manija, Morcy y Ricardo Legna deciden irse a La Plata ‘supuestamente’ a estudiar. En La Plata se encuentran con otros estudiantes y deciden vivir juntos. En un principio, la idea era abaratar costos, pero poco tiempo después surge la idea de formar una comunidad”, cuenta Díaz.

En Nogoyá está el origen de esta historia y fue hace 60 años. En el corazón de la provincia existe un grupo musical, muy chiquito, muy de baile, muy de secundaria.

Aunque Kubero era apenas un niño, ya contaba con una vasta experiencia en el escenario. Hacía un tiempo que tocaba folklore con un grupo de compañeros de la escuela primaria. Pero su rumbo cambió de manera fortuita cuando su padre tomó en su taller una guitarra para arreglar. Lo recuerda de la siguiente manera: “Mi viejo, que era técnico electrónico, arreglaba radios y todo tipo de cosas eléctricas. Apareció un día un guitarrista de Buenos Aires que nosotros lo llamamos rápidamente El Petitero, que tenía grandes patillas tipo Elvis Presley y una guitarra como la de Elvis, de jazz, grande. Se le había descompuesto no sé qué cosa. Mi viejo se la arreglaba. Un día me encuentro con ese instrumento que estaba ahí arriba de la mesa”.

Para Kubero, “en Entre Ríos había muchos grupos en ese entonces y nosotros teníamos contacto con ellos. La Manhattan de Paraná, que hacía jazz y venía a Nogoyá a tocar y compartíamos momentos con ellos, o en cualquier pueblo que íbamos encontrábamos grandes músicos. Victoria mismo. Había una movida importante en Entre Ríos, y para nosotros, con la edad que teníamos, juntarnos con otros músicos era maravilloso”.

Juan Fernando Díaz provenía de una familia de artistas. Su padre era de esos que en las fiestas familiares se encargaba de amenizar a base de milongas, su tío lo acompañaba y, en ocasiones, hasta su madre se sumaba a la guitarreada. Con el tiempo, su padre alquiló el teatro del pueblo. Ahí creció Kubero, jugando en el escenario y escuchando a los músicos que pasaban por allí. Ahí también ensayaron Los Grillos, como lo hicieron en un sótano con paredes escritas con frases y letras que repetían. Todo transcurriría en una casa cerca de la Plaza de la Estación. “Morcy Requena iba al mismo colegio que yo, pero dos años más arriba. No éramos amigos ni nada, pero en una fiesta que hubo, vi que tocaba música de The Beatles y dije ¡acá hay otro que sabe música de The Beatles!”, rememora. Supo el pequeño Kubero que no era el único en el pueblo que conocía a los cuatro de Liverpool. “Un día me vino a buscar y comencé a tocar con Morcy y hacer Los Grillos, que era una especie de Beatles nogoyaseños, todo repertorio beatle, con algunas letras que poníamos nosotros en español y otras en inglés”, recuerda. El quinto Grillo fue Legna, algo así como un Brian Epstein panza verde. “Era nuestro manager en Nogoyá, el que manejaba la plata, hacía los contratos, cobraba las entradas, repartía lo que quedaba, pagaba las deudas que teníamos de guitarras y equipos”, relata Morcy. Cuando Requena y Manija Paz terminaron el secundario y viajaron a La Plata, decidieron convocar a Kubero, que permanecía en Nogoyá. Así comenzaba la historia más conocida de estos entrerrianos, la historia de La Cofradía de la Flor Solar.

Algo está por suceder

Kubero empieza a despegarse del pueblo y a descubrir otra vida fuera de los límites que imponían los ríos Uruguay y Paraná. “Me contaron toda la historia del hippismo, de la comunidad, de La Cofradía. Y bueno, ¡yo quería tocar rock and roll! Me fui. Cuando llegué no entendía nada. Enseguida el hippismo me pareció un movimiento fenomenal. Me pasaba todo el día tomando mate en la terraza de la casa, sin comer. Yo no tenía un mango, ni siquiera iba a la universidad”, cuenta.

“En Bellas Artes –volvemos al testimonio de Morcy– conocemos a Ricardo Cohen, más conocido como el Mono Rocambole, a Isabel Vivanco y a Néstor Candy, que estudiaba cine. También a la Negra Poli (la conocida empresaria musical, Carmen Castro), que en esa época andaba con el Mono. De a poco vamos tocando, charlando, armando cosas, compartiendo cafés. Hasta que dijimos, ¿por qué no alquilamos una casa todos juntos? Y eso hicimos. Y así empezamos la parte más creativa, a tocar, a componer. Empezamos la época linda de La Cofradía en la calle 41 y 13”.

Miguel Grinberg, periodista multifacético si los hubo, fallecido recientemente, tenía un sitio llamado El Reducto de la Flor Solar, donde publicaba revistas independientes, como Eco Contemporáneo. Isabel Vivanco, que a veces trabajaba con él, quedó maravillada ante la coincidencia del nombre de la agrupación; de ahí a la invitación a los cófrades para conocer a Grinberg hubo un solo paso. Desde entonces, la colaboración de Miguel con el grupo platense fue una constante, tanto desde lo periodístico como contactando a personas de la industria discográfica y del ambiente musical de Capital Federal.

La Cofradía no solo fue un grupo musical, fue una casa abierta, una comunidad integrada por gente que eligió un camino diferente al que podía esperarse entonces de una juventud sana, decente, con valores occidentales y cristianos, como lo demandaban la sociedad y el gobierno militar.

“Allí teníamos la banda musical y un taller de artesanía donde trabajábamos el cuero. De a poco fueron cayendo otros músicos de Nogoyá, como Néstor Paul y Alejandro Herrera. Se quedaban en la casa y fuimos formando una comunidad artística y musical. Con Rocambole hacíamos serigrafía. La vida en comunidad de La Cofradía fue muy fuerte porque éramos muy creativos y había mucha gente importante en ese momento. Fue la primera comunidad artística y creativa que hubo en la Argentina”, apunta Requena.

La banda fue un emergente de esa comunidad hippie instalada cerca del centro de La Plata. Además de músicos, se componía de artesanos, artistas plásticos, intelectuales y gente de toda laya, cuya premisa era la libertad y la creación. Muy de época, como también lo fue la represión y el hostigamiento que sufrirían en los años que transcurrió su existencia.

En esa casona enorme convivieron con los músicos, además de Rocambole y Poli, la periodista Meneca Hiquis, el luthier Hugo Pascua García, el poeta Néstor Qandi, el escenógrafo Abel Facello –también entrerriano–, y casi una veintena de personas. Había un grupo de itinerantes que se alojaba un tiempo y luego volvía a sus rutinas. Pasaron por allí Eduardo Skay Beilinson, Miguel Cantilo y Jorge Pinchevsky. “El rock era como una familia”, dice Kubero, “venían a tocar, se quedaban en casa y no pasaba nada. En nuestra última casa estuvieron los Orion’s Beethoven y se quedaron todo el día mirando qué hacíamos. Yo creo que lo único que hacíamos era vivir, teníamos nuestra comida, los ensayos, las artesanías. Un día vino Javier Martínez a La Cofradía y al otro día se trajo una carpa y se instaló en el patio. Pasaban cosas así. Pasó todo muy rápido, fue muy intenso todo. ¿Vos lo pensás y… cómo? ¿La Cofradía duró tres años, cuatro? ¿Nada más?”.

Ahora es el momento

Más allá de la llegada de la legión entrerriana, hay una protohistoria de los cófrades, según cuenta Marcelo Fernández Bitar en su libro 50 años de rock en Argentina. Tras La Noche de los Bastones Largos, en 1966, cuando la dictadura de Juan Carlos Onganía intervino facultades, destrozó bibliotecas y expulsó docentes, la resistencia se armó en el comedor universitario de La Plata, que también había sido clausurado. Surgió la idea de armar una facultad paralela con los profesores cesanteados y la idea de autoabastecerse. El impulsor era Manuel López Blanco, Manolo, profesor de Bellas Artes. Dictaban clases el musicólogo Enrique Gerardi y el pintor Luis Felipe Noé. Dice Rocambole que “Manolo tenía una cátedra de Filosofía y Estética que era muy abierta, muy de destornillar cabezas y destapar cráneos. Era una cátedra fundamentalmente marxista. Lo echaron en la época de Onganía y nosotros, como centro de estudiantes en el exilio, lo llamamos para que diera cátedras al aire libre”.

Coinciden los testimonios en que se inventaba y se improvisaba una nueva forma de vivir, de alguna manera se aprendía a compartir; lo que era de uno era de todos y cada persona aportaba sus conocimientos, o al menos su voluntad. El que sabía tocar, tocaba; el artesano creaba en cuero, metal o madera; y otro vendía ese producto. El que no sabía hacer nada, cocinaba, lavaba los platos o barría la casa.

De los muchos trashumantes que pasaron por la casa hubo otra pequeña invasión de entrerrianos. Junto a Kubero llegaron Rubén Tzocneh Lezcano y Néstor Paul. Un tiempito después se sumaría Alejandro Herrera, también de Nogoyá, y estudiante de quinto año en Paraná. En la indispensable entrevista que le hizo Osvaldo Quintana recordó que Morcy Requena le dijo un día cualquiera: “Venite que tenemos una casa, leemos todos juntos, hacemos música, estamos empezando con las artesanías. Desde que él me dijo eso hasta que me fui habrán pasado dos meses. Me cambió la vida totalmente. Irme fue alucinante. Llegué a La Plata cantando folklore y debuté el mismo día que lo hacía La Cofradía”.

Herrera, que fue para trabajar en artesanías, recordaba que “cenar en La Cofradía era algo maravilloso, una mesa larga en la cocina y charlar. En esa misma cocina, Rocambole hizo sus primeros afiches en Planigraf, todo a mano. Todavía recuerdo el primer afiche de Guevara que decía: ‘No podemos eludir el llamado ahora’”.

Corría 1969 y Alejandro grabó un simple bajo el seudónimo de Adán Quieto. En un principio iba a cantar en La Cofradía, pero decidió lanzarlo como solista. El disco tenía dos canciones: Recuerdas y El Payaso, de Morcy y Kubero.

Hacia 1970 o 1971, se alejan del centro de La Plata. Consiguen alquilar una amplia casa casi en los bordes de la ciudad. “Este cambio de casa ha sido genial”, le escribe Kubero a su familia en Entre Ríos: “Estamos mucho más contentos, nos sentimos mejor rodeados de árboles, sol, pájaros, flores, huertos (que hizo Paul), gallineros (que hizo Manija)”. Nancy Weber Díaz atesora estos recuerdos de su tío, verdaderos documentos, en unos pequeños volantes publicitarios de sus recitales, donde Kubero escribe al dorso la nueva situación y va contando las actividades de la comunidad y de la banda.

La pálida ciudad

Para 1972, la suerte de la “comunidad” estaba echada. Del Ministerio del Interior salió la orden de terminar con La Cofradía. ¿Era peligrosa? ¿Un mal ejemplo? ¿Una fachada pacifista en esos tiempos revolucionados? “Pelo largo y barba en pleno gobierno de facto”, reflexiona Legna. Y agrega: “Ya pensar era malo, imaginate, éramos diferentes, no nos atábamos a nada. El trabajo artesanal fue eso, estar fuera del sistema, viviendo de lo que producíamos. Algo fantástico para nosotros, pero no para el sistema”.

El ambiente cada vez más espeso y el clima político, tanto el revolucionario como el represivo, se sentían. La Plata era una caldera y los miembros de la agrupación veían la situación cada vez más complicada. Cuenta Kubero: “Una vez entraron a la casa de La Cofradía, pero solo estaba Morcy Requena con su novia. Se lo llevaron, le dieron un paseo, lo amenazaron y lo tiraron por ahí. A partir de ahí dijimos: la casa la dejamos y cada uno, por su lado. No había otra, no daba para volver a La Plata y alquilar otra casa. Gracias a Dios, no pasó de ahí”. También hubo un episodio armado por la Policía durante una estadía en Mar del Plata, donde se plantó una bolsa de marihuana en la casa donde paraba la banda, en la previa de una presentación que harían con Pedro y Pablo. Hubo mudanzas, repartos de bártulos y en el ínterin muchas pérdidas de instrumentos, de herramientas. Después de esos hechos resuelven dejar la casa. A Morcy lo conminan a abandonar el país y se va a Brasil. “Nos volvíamos a juntar en todos lados, en Buzios, también en el sur. Siempre un poco desde la clandestinidad seguimos componiendo música, grabando y haciendo conciertos hasta 1975, en que ya nos fuimos todos a Europa. Tocamos en Holanda y en España. La primera época de La Cofradía terminó con los últimos conciertos en Ibiza”, narra.

Una manera de llegar

Kubero vivió su sueño en La Plata mientras componía y tocaba la viola. Pasaba Alejandro Medina y tocaban, pasaba Jorge Pinchevsky y tocaban, pasaba Miguel Cantilo y tocaban. Fue el impulsor del grupo musical, de la banda que llevaba el mismo nombre de la comunidad. Se sumó cuando una expedición lo fue a buscar a Nogoyá y el debut oficial se produjo el 21 de septiembre de 1968. Con esa cinta, Miguel Grinberg se paseó por todas las disqueras, pero nadie le llevó el apunte, entonces publicó una nota en revista Panorama, afirmando que entre Manal, Almendra y La Cofradía se encontraba el futuro de la música joven argentina. Se conectaron con los Almendra, consiguieron musicalizar en el Instituto Di Tella una ópera llamada La mezcladora de cemento, inspirada en un relato de Ray Bradbury. De ahí pasaron a grabar su primer simple en la RCA. Es un momento clave en el rock local. La Cofradía hace punta en La Plata, que se convertirá en la ciudad de bandas legendarias.

El trabajo contiene los temas La mufa y Sombra fugaz por la ciudad. Allí están los entrerrianos Kubero, Morcy y Manija, los antiguos Grillos. Se les suma Enrique Gornatti, otro cofrade llegado desde 9 de Julio, plena pampa húmeda. Morcy recuerda que La Cofradía fue capaz de convocar en La Plata a todas las bandas de la época en un recital que se llamó “30 horas de música beat”. “Fue un mini Woodstock”, compara. Sin interrupciones pasaron Manal, Almendra, Vox Dei, Arco Iris, Moris, Miguel Abuelo, Diplodocum Red & Brown y Dulcemembriyo. El festival convocó a 5 mil personas.

La Cofradía prácticamente coincidió con épocas de dictadura, y si no continuó fue porque cada día se ponía peor, irrespirable. La situación social y política se tensaba cada vez más. Ante ese clima, Pedro y Pablo y La Cofradía decidieron realizar una gira por el interior. Hubo una parada en Paraná, en Bajada Grande, donde ya existía una pequeña comunidad hippie de artesanos, conocidos de los músicos, que les brindó hospitalidad. “La gente que habitaba este sitio eran utópatas –así los define–, en busca de libertad, naturaleza, conocimientos, paz y amor”, dijo el trovador Cantilo y continuó: “Los días pasados en Bajada Grande fueron inolvidables, porque nos permitieron conocer la cuna de tantas maravillosas canciones litoraleñas con las cuales habíamos aprendido nuestros primeros acordes en guitarra. Mi buen amigo Olaf me llevó hasta una casita en cercanías del río donde moraba don Linares Cardozo, el autor de Canción de cuna costera, aquella balada folklórica llena de la más sencilla ternura y los más nobles sentimientos de protección materna. En la oportunidad canté para aquel prócer un tema que acababa de componer para mi primogénito, y el maestro me dejó estas palabras: ‘Muy bonito su cantar, amigo’”.

Después de La Cofradía, cada uno siguió su camino, su vida, con las herramientas que tuvo o supo conseguir. Algunos de manera solitaria, otros con hijos y familia. Un grupo se embarcó en la aventura de El Bolsón. Se los puede rastrear en grupos que ya están documentados en cualquier libro de rock que se precie de serio. Muchos viajaron al exterior. Brasil, Europa. Seguramente no hubo lugar en el mundo que no haya visto pasar un cofrade. Pero hay un lugar en esta historia, y es Nogoyá.

 

 

Fuentes
Miguel Cantilo, ¡Chau Loco! Galerna, Buenos Aires, 2006.
Claudio Gabis, prólogo de Una de rockeros. Lado A. El miércoles, Concepción del Uruguay, 2018.
Morcy Requena, Pez Gordo. Suplemento La Isla, diario Uno, Paraná, 2002.
Alfredo Rosso, Entrevista con Ricardo Cohen, en http://mundorosso.blogspot.com, 2009.

Agradecimientos
Felipe Díaz, Maxi Sanguinetti, Juan Buiatti, Natalia Hernández. Por supuesto que a Morcy y Kubero, por brindarse sin objeciones, y muy especialmente a Nancy Weber Díaz, por abrir todas las puertas a esta historia.

Foto: Néstor Paul (a la derecha), junto a Kubero Díaz, Quique Gornatti y Manija Paz. Circa 1970.